Antonio Altarriba

Guión

Yo, asesino Lápices de Keko Ediciones Premios Prensa Vídeo

“En las profundidades de China existe un mandarín más rico que todos los reyes de
quienes hablan la leyenda o la Historia. Nada conoces de él, ni su nombre, ni su rostro, ni
la seda con que se viste. Para que tú heredes sus caudales infinitos, basta que hagas sonar
esa campanilla que se halla a tu lado, sobre un libro. Él apenas emitirá un suspiro en los
confines de Mongolia. Entonces se convertirá en un cadáver y tendrás a tus pies más oro
del que puede soñar la ambición de un avaro. Tú, que me lees y eres un mortal, ¿harás
sonar la campanilla?”.

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Este es el dilema al que se enfrenta Teodoro, protagonista de El mandarín, una novela corta de Eça de Queiroz que obtuvo notable éxito en su momento (1880).

Como cabe esperar, Teodoro hace sonar la campanilla.

¿Quién sería capaz de rechazar tan tentadora propuesta? Con la víctima convenientemente alejada, el acto ejecutor reducido a la mínima violencia, la promesa de una sustanciosa recompensa y la impunidad garantizada, el asesinato deja de parecer execrable y se ofrece como posibilidad seductora.

¿Cuánto hay que escarbar en nuestra humana naturaleza para que el resorte criminal aflore? A la luz de Eça de Queiroz, no mucho. En cualquier caso, no tanto como para evitar el debate sobre nuestra maldad intrínseca. Sin embargo, hoy parece superado, al menos aletargado.

¿El ser humano es esencialmente bueno o, por el contrario, un lobo para sus congéneres? La buena conciencia, la necesidad de autoestima, la corrección política y otros “positivos” valores en auge se han aliado para diluir el interrogante y los remordimientos derivados. A pesar de que el mundo se presenta tan convulso como siempre, la política más cruel que nunca y el porvenir del planeta comprometido, nuestro comportamiento apenas merece reproche. Como si no fuéramos responsables, como si nada tuviéramos que ver con la catástrofe cotidiana…

La figura del asesino en serie, omnipresente en las ficciones contemporáneas, resulta reveladora de esta pérdida de interés por los mecanismos del mal y, sobre todo, por nuestra implicación en los mismos.

El relato policíaco de corte social, dominante en décadas anteriores, hacía del entorno adverso, de la ambición, del odio o de los celos las principales causas del asesinato. De una manera o de otra el mal estaba en nosotros y bastaba un desajuste emocional, un arreglo de cuentas pendiente, un poco de avaricia o un mucho de envidia para que la fiera que llevamos dentro se pusiera a rugir.

El asesino en serie ha venido a ocultar esta raíz incómoda, crítica, en cierta medida acusadora de la que se nutría la novela negra. Porque el asesino en serie es, básicamente, un perturbado, una anomalía psicológica, casi una desviación genética con el que ya no tenemos nada que ver. Sus hazañas, siempre compulsivas, nos exculpan, al menos nos sustraen de la espiral de violencia. La espectacularidad del asesinato, el correspondiente despliegue de una escenografía macabra han reemplazado el análisis de las motivaciones. La fascinación por la crueldad ha sustituido la indagación sobre los mecanismos que la provocan.

El título, Yo, asesino, lo deja bien claro. Quería escribir un guión que pusiera fin a este alejamiento de la pulsión asesina. Y lo acerqué tanto que me metí dentro. “Cuanto más me acuso, más derecho tengo a juzgar”, dice Camus en La caída. Pues que por mí no quede… Me autoinculpo desde la portada. Así puedo denunciar sin cortapisas la hipocresía bienpensante. Eso es, probablemente, lo que da a la historia su carácter más negro. No tanto los atroces crímenes que se cometen como el implacable reparto de culpabilidades. En este libro la inquietud no proviene de la simpatía por las víctimas sino de la inclusión del lector entre los culpables. La sangre del silenciado holocausto en el que vivimos nos salpica a todos.

Pero tampoco quería que el libro resultara un alegato y, mucho menos, un sermón. El crimen suele llevar puesta la mecha del suspense. Y lo fundamental de mi argumento buscaba prenderla, que las viñetas se recorrieran en las alas negras del misterio. Necesitaba un buen dibujante para semejante viaje. Y Keko era el mejor. Le propuse la idea, le mandé el guión y él se encargó de dejarlo claro. U oscuro. Rojo sobre negro.

Pasen y tiemblen.