
©Altarriba Albajar
Casi doscientos años después de su invención, la fotografía esconde todavía un trasfondo mágico. Al fin y al cabo conoce los secretos que permiten capturar la luz, escribir con la sombra y detener el tiempo, entre otros extraordinarios prodigios. Por eso se presta a la fabulación fantasiosa y por eso he escrito sobre ella algún breve texto que aquí viene a cuento…
La luz no se rinde fácilmente. Planta cara, ofrece resistencia y, antes de ser atrapada, da deslumbrantes coletazos. Algunos de los primeros fotógrafos, pioneros en el arte de captar la luz, cuentan cómo, nada más realizar una toma, su máquina se ponía a irradiar un halo espectral semejante al fuego fatuo. Durante décadas muchos consideraron la fotografía como un invento diabólico y tuvieron crédito las más pintorescas teorías. El conocidísimo Nadar aseguraba que, gracias a sus supuestos viajes a través de la placa, llevaba una vida paralela en el interior de la cámara. Al otro lado del objetivo no se llamaba Nadar sino Ardan porque, según decía, allí los nombres aparecen con las letras cambiadas. Como todo el mundo sabe, las aventuras de Ardan fueron relatadas por Julio Verne en alguna de sus más conocidas novelas.
Emily, la hermana de William Henry Fox Talbot, refiere en su correspondencia cómo en 1841, tras haber puesto a punto la técnica de la calotipia, las líneas de la mano de Talbot invirtieron su posición y comenzaron a brillar con plateado fulgor. Pero el testimonio más inquietante lo proporciona el barón Luis-Adolfo Humberto de Molard. En su cuaderno de notas detalla los efectos sufridos por los modelos al ser sometidos de forma continuada a la captación de su imagen. El caso más notable lo constituye su ayudante Luis Dodier quien, de acuerdo con los gustos de la época, posó como prisionero, ahogado, emperador de Abisinia o reencarnación de Osiris en escenografías diseñadas por Molard. Su carácter pareció contagiarse de la inversión de los negativos y comenzó a actuar como si viviera en un mundo al revés. Pálido y febril se dedicaba a ladrar a los perros, picotear a las gallinas u ofrecer su olor a los flores. El mismo Dodier denunciaba que el aire respiraba sus pulmones, los alimentos digerían su estómago, las palabras pronunciaban su voz y las pesadillas le soñaban. Con profundo pesar, el barón Molard se vio obligado a internarle en un manicomio porque cayó en un delirio obsesivo y sólo se interesaba por tareas imposibles como asustar al miedo o matar a la muerte.