Escrito por Antonio Altarriba, publicado en El Correo, 13 marzo 2021
Cuando Gregorio Samsa despertó, el insecto todavía estaba allí.
Sintió la crepitación de sus mandíbulas reverberando por las hojas de las macetas. Casi podía asegurar que se trataba del ficus. A no ser que fuera el poto. Pero hasta ahora el insecto había respetado el poto. Seguramente no apreciaba el sabor de su savia. El anturio, el lirio, el jazmín y, sobre todo, las cintas estaban totalmente mordisqueadas. Por el contrario, el aloe vera, la pata de elefante o el tronco de Brasil ni los había probado. ¿Qué diferencia de gusto o textura le hacía preferir unas plantas u otras?
En su obsesiva búsqueda del bicho, Gregorio había empezado a deducir sus gustos y hasta algunos de sus comportamientos, pero, por mucho que había mirado entre las hojas, examinando haz y envés, explorando los tallos, revolviendo la tierra no había descubierto su escondite. Estaba acabando con su bien más preciado, sus macetas, y no podía permitirlo. Intentaba sorprenderlo, absorto en su obsesión devoradora, sujetarlo entre sus dedos y aplastarlo. No le importaba el chasquido del reventón ni el pegajoso, quizá maloliente, líquido que desprendiera. Odiaba tanto a ese animal que quería matarlo con sus propias manos.
Se levantó de la cama lentamente, evitando el rechinar del somier, y se acercó con el mayor sigilo a la repisa donde se extendían, en un estudiado amontonamiento que realzaba su flamígero verdor, todas las macetas. Pensaba que, si no hacía ruido, si el insecto no advertía su presencia, tenía alguna posibilidad de encontrarlo. La luz del nuevo día se filtraba por las cortinas y envolvía su jardín macetero en una reverberación dorada. Lo examinó detenidamente, evitando cualquier movimiento brusco, sin atreverse a respirar, procurando, incluso, no proyectar su sombra sobre el follaje. El insecto no aparecía. Es más, Gregorio había dejado de sentir el ruido de sus mandíbulas. ¿Se había escondido? Puede que el sonido del mordisqueo fuera un engaño de su oído, muy fino, pero ahora obsesionado con ese animal que devoraba su alma verde.
Sin embargo, prueba incontestable de que el animal no había cejado en su afán destructivo, una de las hojas de la orquídea presentaba un rotundo agujero. En el centro mismo y a pesar de su correosa consistencia, el insecto había horadado un orificio circular de unos tres centímetros de diámetro. Gregorio lo consideró, más que una prueba de fuerza, un desafío. Roer con perfección geométrica una hoja tan dura demostraba la potencia de sus mandíbulas. Pero, sobre todo, resultaba provocador porque la orquídea era su planta preferida y, precisamente en ese momento, se aprestaba a dar una densa florada.

Un ataque de tos le subió incontenible y estalló en punzantes espasmos con salpicaduras salivares. Sin poderse contener, doblado por la intensidad de las sacudidas pulmonares, Gregorio se apartó de las macetas. No quería cubrirlas de miasmas y, además, necesitaba regresar a la cama porque, con la tos, habían vuelto el cansancio y los mareos. Se metió de nuevo entre las sábanas, en posición fetal e intentando detener inútilmente tan dolorosos estallidos bronquiales.
El ataque de tos se prolongó al menos cinco minutos. No podía contenerlo, a pesar de que le abría el pecho en canal. Bebió agua, paladeó un caramelo de menta, tomo una pastilla recomendada para irritaciones traqueales… Sin resultado. Cada golpe de tos le arañaba por dentro y le quebraba el aliento. Finalmente se calmó, seguramente más por el agotamiento costillar que por la finalización de su furia expectorante. Sí, aunque en la somnolencia insectívora de la mañana lo hubiera olvidado, estaba infectado por el virus que tantos estragos causaba entre la población. Infectado y confinado entre las cuatro paredes del dormitorio hasta que el médico se convenciera de que había que ingresarle en el hospital o, más improbablemente, le diera el alta. “Mientras pueda aguantar, es mejor que permanezca en su domicilio”, le había espetado tras realizarle un examen extraterrestre. Extraterrestre porque iba vestido como astronauta y porque tanto el examen como el diagnóstico fue realizado con aséptica, quizá, después de tantos casos, con mecanizada indiferencia.
Así que ahí estaba, encerrado desde hacía nueve días en los veinte metros cuadrados de su habitación sin más distracción (o habría que decir obsesión) que sus macetas. Al otro lado de la puerta oía el ajetreo de su familia manteniendo una cotidianeidad desinfectada, las zapatillas arrastradas por el pasillo de su madre, el taconeo de su hermana saliendo a la calle o regresando a ella… Hasta podía sentir el desprecio de su padre reptando por debajo de la puerta. Estaba seguro de que su enfermedad, lejos de suscitar la compasión, había reforzado la antipatía que sentían por él. “Otra vez Gregorio dando problemas”, comentaría su padre. “De pequeño siempre quejándose del trato de profesores y compañeros y ahora se contagia de esta enfermedad que nos pone a todos en peligro”, concluiría con gesto despreciativo. De hecho, sus padres ni siquiera se acercaban al dormitorio, “eran población de riesgo”, argumentaban. Su hermana le dejaba un plato de comida dos veces al día, sonaba a la puerta y desaparecía.
Teniendo en cuenta las corrientes de aire, el flujo constante de aspiraciones y expiraciones y el circuito de líquido pleural. Gregorio estaba convencido de que sus pulmones también estaban llenos de plantas. Aunque no podía asegurarlo, pensaba en plantas acuáticas, nenúfares, helechos flotantes, egerias, salvinias, anubias… Son las que mejor se adaptan a un entorno ventoso y húmedo como los pulmones. Clorofílico hasta lo más profundo de su ser, Gregorio estaba convencido de su condición radicalmente vegetal. Ni bronquios ni alveolos en él. Lo que le pasaba es que un insecto le comía el nenúfar que crecía dentro de su pecho. Y ese remordimiento insectívoro era el causante de esas subidas de tos que le estragaban el pecho y le llevaban al borde del vómito.
En su caso, por lo tanto, no se trataba de efectos virales. Simplemente, su interior, en sintonía con el exterior, sufría devoración insectívora. Todas sus plantas, las de la repisa y las de los pulmones, eran atacadas con similar voracidad. No estaba infectado sino insectizado y un entomólogo le serviría de más ayuda que un médico. Claro que todo ello podía ser consecuencia de sus febriles alucinaciones. Era probable que hasta la enfermedad y el prolongado aislamiento fueran solo una pesadilla. Y, conforme daba vueltas a las posibles explicaciones de su extraña situación, Gregorio Samsa volvió a quedarse dormido. Profundamente, como si no acabara de despertarse, como si no fuera a despertarse ya más.
Despertó, pero sin la menor idea del tiempo que había transcurrido. Entreabrió la puerta del dormitorio y distinguió tres platos perfectamente alineados en el suelo, lo cual significaba que había pasado día y medio durmiendo. ¿A qué venía tanto sopor? En seguida se dio cuenta de sus benéficos efectos. El bloqueo que le mantenía aerostáticamente agotado, el permanente desgarro en el pecho había desaparecido. Es más, notaba una intensa brisa, una especie de simún laríngeo soplando en su interior. Se sentía mejor, con mayor claridad mental y con las fuerzas recrecidas.
Se levantó de un salto y se dirigió con paso decidido hacia las macetas. Ni siquiera tuvo que buscar. Allí, horadando una nueva hoja de orquídea, perfectamente visible, se hallaba el insecto. Se trataba de una oruga de un verde eléctrico que avanzaba con insistente mordisqueo. Gregorio la cogió entre sus dedos. Sintió la resistencia del animal a despegarse de su fuente nutricia. Pero tiró de ella sin piedad y, tal y como había soñado tantas veces, la aplastó. El aparato intestinal se desparramó por sus yemas en un estallido gomoso. Ahí, entre sus yemas, en una última sacudida intestinal, moría el bicho que había querido acabar con sus plantas dejándole marchito para siempre.
Sintió algo en el pecho, pero esta vez no era un ataque de tos sino una corriente de aire que le soplaba desde el interior y le subía garganta arriba, fresca, despejadora, despegadora. Y entonces, sanación o última alucinación febril, una bandada de mariposas salió por su boca. Sintió un bisbiseo alado. Movía los labios y, en lugar de palabras, pronunciaba una brisa lepidóptera hecha de sonrisa y batir de alas. Corrió las cortinas, abrió la ventana y dejó que las mariposas huyeran por el aire tibio de la tarde. Gregorio Samsa supo que estaba curado, que el insecto que, con tanta insidia consumía su savia, había muerto.
Salió del dormitorio y, para sorpresa de la familia, recorrió varias veces el pasillo, saltó sobre el sofá del salón, apagó la televisión y les ofreció a todos una danza armoniosa, pero enérgica. Quería dejarles claro que ya estaba sano, que, si alguno de ellos había albergado la esperanza de librarse de él, debía renunciar a ella. Harían falta otras y más letales pandemias para acabar con su vida. Luego, ante los ojos asombrados de sus parientes, regresó al dormitorio. Tanta exhibición saludable le había dejado agotado. Había merecido la pena ver la expresión de su padre, pero todavía necesitaba reposo.
Se durmió con la satisfacción de saberse curado. No pudo ver el revoloteo atolondrado de la mariposa que no supo salir por la ventana. Tampoco vio cómo buscaba refugio entre las macetas, se posaba en el envés de una de las hojas de la monstera y, con esfuerzo abdominal, depositaba un puñado de huevos. Sumido en el letargo reparador, ni siquiera pudo sospechar que, dentro de unos días, esos huevos eclosionarían llenando de orugas sus macetas, unas orugas de un verde eléctrico que, con masticación irrefrenable, volverían a comerse sus plantas.