
© Altarriba Albajar
El impacto plástico de Las meninas es tan fuerte que nos hace olvidar otros aspectos del cuadro igualmente esenciales, en cualquier caso previos. La lección de perspectiva, el juego de espejos, la importancia del fuera de campo, la inclusión del propio autor, el tratamiento de las texturas, el “esfumato”, la silueta campaniforme de las mujeres han ejercido tal influencia en la historia de la pintura que ya no vemos el trasfondo político, la escenificación de una jerarquía de poderes que, en esta obra, más que en otras de Velázquez, salta a la vista.
Velázquez fue pintor de la corte, estaba, más que al servicio del rey, al servicio del régimen monárquico. Sus retratos de reyes, príncipes, infantas, nobles o validos no suponen un simple, aunque estimulante, ejercicio artístico y mucho menos una aséptica exhibición técnica. Por medio de estas imágenes, trata de inmortalizar, al menos sacralizar, los poderes máximos del país, gobernantes –no lo olvidemos- por la incuestionable gracia de Dios. Y en Las meninas, precisamente, Velázquez se representa en el ejercicio de su oficio. Porque no está pintando a la infanta y a sus criadas en una espontánea escena doméstica. Está pintando a los reyes, que posan a este lado del cuadro y cuyas figuras aparecen reflejadas en el espejo. Así pues, apenas más allá de una aparente naturalidad cotidiana, se halla la majestad, indesmayable, rígida en el trono, perpetuándose a sí misma como primera y fundamental misión.
Desde ese punto de vista, la posibilidad de la República es una de las visiones legítimas –quizá la más necesaria- de Las meninas. Sobre todo en estos tiempos de perversión democrática, realeza opaca, autoritarismo rampante y economía omnímoda. Hemos llegado a un punto en el que la ejecución ética se impone a cualquier ejecución estética. Por muy hermosa que esta sea.