Antonio Altarriba

¿PEÑA O FLOR?

Mi padre se fue de Peñaflor con apenas veinte años, a finales de 1930. Estaba harto de las miserias del campo y de un ambiente familiar que se le había hecho irrespirable. Como muchos jóvenes de la época, estaba fascinado por las luces, cada vez más electrificadas, de la gran ciudad, por ese espejismo de progreso, tecnología, bullicio y espectáculo propio de una cultura urbana que en España llegó a caballo (o en burro) de una industrialización tardía.

Abandonó el pueblo que le vio nacer y se fue a Zaragoza, iniciando una aventura que le llevaría durante veinte años por los más insospechados derroteros. Al salir de Peñaflor, juró que nunca volvería. Y lo cumplió. Lo cuento en El arte de volar y esta peripecia que fue la suya, de alguna manera, después de su muerte, se ha convertido en la mía.

 

El 15 de junio de este 2018, casi noventa años después de que mi padre se fuera, regresé a Peñaflor. Y digo “regresé”, aunque nunca antes había estado. Heredero de su juramento, ni él me llevó ni yo quise ir, a pesar de vivir infancia y juventud a menos de veinte kilómetros. Pero, al contar la historia de mi padre en primera persona en El arte de volar, en cierta medida, me convertí en él. Así que puedo decir que “regresé”. A mis sesenta y seis años conocí a una familia que nunca había tenido, mejor dicho, que siempre había tenido pero con la que no había establecido vínculos. Noventa años después, los mismos que vivió mi padre, regresé en su nombre, que ahora también es el mío. Y de alguna manera, imprecisa pero profunda, genética al tiempo que afectiva, sentí que un ciclo se había cerrado. Mi padre se fue por culpa de la Peña, la parte más dura de este pueblo de mágica toponimia. Yo fui recibido por la Flor.

Antonio Altarriba 28/06/2018

 

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