Antonio Altarriba

MORTADELO MUTANTE

Mortadelo y Filemón aparecen por primera vez el 20 de enero de 1958 en el número 1394 de Pulgarcito. Desde sus inicios, la serie presenta importantes diferencias con el resto de la revista y, por extensión, con la línea editorial, marca inconfundible de la casa, conocida como “humor Bruguera”.  A diferencia de Don Pío, Tribulete, Carpanta, el Doctor Cataplasma o las hermanas Gilda, Mortadelo y Filemón no pertenecen a una categoría social precisa, no sufren esclavitud laboral ni acoso familiar ni desolación afectiva ni marginación famélica… Y eso salta inmediatamente a la vista. En los primeros episodios Filemón vestía chaqueta de piel de camello, a veces gabardina, sombrero y fumaba en una enorme cachimba. Mortadelo lucía ya su característica levita rematada por el aparatoso cuello duro, pero, además, se cubría con un prominente bombín y portaba paraguas. El referente no dejaba lugar a dudas. Nos encontrábamos ante la típica pareja de detectives inspirada en Sherlock Holmes y Watson. Como todo el mundo sabe, Mortadelo y Filemón derivaron en agentes de la TIA y su modelo pasó a ser James Bond, pero conservaron una relación, siempre catastrófica, con el mundo de la aventura. No aspiran, como otros personajes de la editorial, a la mejora económica, a la tranquilidad familiar o al amor apasionado sino a la captura del criminal, más o menos supuesto. Con esta serie, el humor Bruguera deja de ser satírico para hacerse paródico.

Mortadelo y Filemón no movilizan, por lo tanto, resortes identificativos. No podemos reconocernos en ellos ni reconocer en las situaciones que viven los síntomas de una realidad apenas caricaturizada. La inserción en un contexto social desempeñaba en otras series un papel fundamental. El lector se reía del fracaso de los personajes en la medida en la que comprendía –casi compartía- las causas que les habían llevado a él. Con Mortadelo y Filemón las circunstancias que explican el fracaso ceden el paso a la escenificación espectacular del mismo. Se impone la gestualidad desaforada, la sucesión de batacazos, el dinamismo casi frenético… Los despliegues de la figuración priman sobre los nexos de la narración, el movimiento sobre el diálogo. Y el principal responsable es, sin duda, Mortadelo. Su importancia no radica, como ocurre con otros subordinados de tebeo, en su propensión al desastre (que también) sino en su extraordinaria capacidad transformista. Es un auténtico camaleón, una presencia de contorno inestable que muta de viñeta en viñeta. Los argumentos de los distintos episodios están en función, a menudo quedan incluso diluidos por esta tendencia compulsiva a la metamorfosis.

La inestabilidad física de Mortadelo guarda relación –de hecho está en proporción inversa – con su endeble caracterización sicológica y social. Más allá de su pertenencia al gremio detectivesco, podríamos decir que Mortadelo es nadie  -la mejor manera de convertirse en cualquier cosa-. Es una posibilidad abierta a la sorpresa, una disponibilidad perpetuamente reciclable, una virtualidad gráfica en estado puro que se actualiza en cada viñeta. En los inicios de la serie, Mortadelo sacaba los disfraces del sombrero, como si se tratara de un truco de prestidigitador. Luego esta habilidad se aceleró y prescindió de explicaciones. Era como si su transformismo se hubiera hecho genético. Mortadelo dejó de ser travesti para convertirse en mutante.

MORTADELO MUTANTE 02Y puede que ahí radique el prolongado éxito de la serie. Por una parte la escasa adscripción de sus personajes a una realidad social suprime el riesgo de caducidad de situaciones y comportamientos. Además, Ibáñez se ha encargado de incorporar la parafernalia tecnológica propia de cada época y conectar los argumentos con acontecimientos de actualidad. Pero el eje sobre el que pivota la serie se halla en su variedad figurativa. Cada viñeta presenta un nuevo y sorprendente avatar del protagonista.  Las historias de Mortadelo y Filemón ofrecen una fluctuación, una alteración extraordinariamente dinámica donde la silueta es sometida a un régimen de absoluta inestabilidad. Y eso no sólo implica una perfecta adaptación al lenguaje de la historieta –las viñetas son espacios en mutación gráfica- sino también la adaptación a unos nuevos tiempos que siguen siendo los nuestros. Hace sesenta  años Ibáñez supo conectar con una modernidad caracterizada por la velocidad y el cambio y que sólo se detiene, apenas un instante, ante el impacto de la imagen imprevista.