
© ALTARRIBA ALBAJAR
Todo está relacionado. La desaparición de una especie o el incremento de una sustancia tiene inevitables consecuencias en el equilibrio de un ecosistema. La disminución del número de salmones incide en la población de osos, la proliferación de vertederos repercute en los hábitos nutritivos de las gaviotas y la utilización de sprays afecta a la capa de ozono. Estas profundas y a veces imprevisibles conexiones vienen a demostrar hasta qué punto todos los seres vivos somos interdependientes. Pero no sólo la naturaleza pervive y evoluciona en función de una tupida red de correspondencias. También los objetos y aparatos que constituyen nuestro tecnosistema mantienen relaciones similares. Así, por ejemplo, cuentan que la invención de la máquina de escribir provocó la desaparición de las escupideras. Al parecer la máquina de escribir fue un instrumento decisivo para la incorporación de la mujer a un mundo laboral donde abundaban las escupideras. Las normas sociales de la época impedían a los caballeros hacer exhibición de sus expectoraciones delante de las damas. Las escupideras iniciaron un lento pero irreversible proceso de extinción. De esta manera dos objetos, en apariencia dispares y distantes, quedaron definitivamente vinculados para incremento de flemas masculinas y disminución de miasmas medioambientales. El actual desarrollo tecnológico ha establecido toda una serie de nuevas sinergias y relaciones que afectan no sólo a la utilización que hacemos de nuestros artilugios sino también a nuestros comportamientos e incluso a nuestra forma de entender la realidad. Obsérvese, por ejemplo, que los sofisticados utensilios de los que nos rodeamos tienen un sistema de funcionamiento muy similar. Independientemente del servicio que cumplan o de la tecnología que los sustente, todos terminan en un teclado más o menos poblado de mandos y controles. Como si, por fin, hubiésemos descubierto el gesto que nos resulta más cómodo, ahora, para resolver cualquier problema o lograr cualquier objetivo, sólo tenemos que pulsar. A fuerza de resultar cotidiana, no le damos importancia, pero se ha convertido en nuestra más repetida y determinante actividad. Amamos, sufrimos, añoramos, disfrutamos y, a veces, incluso triunfamos, pero, sobre todo, sobre todo, pulsamos.
Con un simple movimiento y sin realizar ningún esfuerzo, enciendo, conecto, comunico, escribo, compro, me divierto, destruyo, cocino, ligo, subo, bajo, abro, cierro, programo, llamo, juego y ahora, incluso, si quiero, me suicido. Ascensores, televisores, teléfonos, ordenadores, alarmas, microondas, cadenas de montaje, equipos de sonido, expendedores de tabaco o de refrescos, puntos de información, puertas, fax, relojes, consolas, radios, Ipod y otros muchos objetos se rinden ante la presión de nuestros dedos. Con milagrosa facilidad la tecla aumenta nuestras posibilidades y pone casi todo a nuestro alcance. Nos 2 proporciona una agradable sensación de poder pues acorta la distancia entre el deseo y su realización. Por eso disfrutamos muy especialmente manejando esos enjambres de teclas, botones e interruptores que colonizan nuestro entorno. Ante el mando a distancia, la mesa de control o el salpicadero del coche vemos ampliadas nuestras capacidades. Ya no terminamos en la punta de los dedos. Nuestra red nerviosa se prolonga en la red electrónica y ahí, al mando de todos los mandos, nos sentimos como dioses.
Pero todo está relacionado y este predominio de la tecla no deja de tener sus repercusiones. Cuanto más pulsamos menos nos impulsamos. En esta civilización de la pulsión compulsiva ya no necesitamos movernos para conseguir. Así que, si fuera cierto que la función crea el órgano, nuestro destino sería convertirnos en seres diminutos con enormes yemas, totalmente digitales. Antes, para sobrevivir, debíamos correr, acechar, saltar, trepar, empujar, agacharnos, estirarnos… en definitiva la vida exigía un esfuerzo. Ahora basta con una simple presión. Sin riesgo y sin consumo de energía, nuestros cuerpos se reblandecen, los músculos se aflojan, perdemos agilidad y potencia física. La naturaleza ya no modela nuestra anatomía y nuestras carnes ni se endurecen ni se flexibilizan. La tecla nos ha hecho fofos.
Para compensar estas debilidades, hemos inventado la gimnasia y el deporte. Se trata de actividades basadas en el consumo gratuito de energía. Consumimos tanta energía externa -animal, mineral, hidraúlica, atomica…- que debemos encontrar una vía para derrochar la propia si no queremos fenecer bajo la grasa y la molicie. Pero con la gimnasia el cuerpo no se mueve por necesidad sino por juego. El ejercicio ya no es una cuestión de supervivencia sino de mantenimiento. Realizamos un esfuerzo “in vitro” para obtener una anatomía de diseño. Así que en este intrincado entramado que establece relaciones entre todas las cosas, una conexión aparece como especialmente representativa de nuestra época: la que une la tecla con la gimnasia. A mayor número de actividades resueltas por una simple pulsión, mayor incremento del número de gimnasios. De esta manera se intenta compensar el desequilibrio que la ciencia y la tecnología introducen en nuestras vidas. Mientras que la tecla nos aleja de la vida salvaje, la gimnasia canaliza la nostalgia de la bestia que fuimos, de esa bestia que todavía palpita en el fondo de nuestros chandals.
Antonio Altarriba en El Mundo, 7 de febrero de 1997
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