Texto: Antonio Altarriba. Ilustraciones: Mikel Valverde. Publicado en Tesela. Bibliotecas Públicas de Vitoria/Gazteiz ejemplar 2 Abril 2001
Bienvenido Céfiro era, como casi todo el mundo en la península Eólica, ingeniero de vientos y mareas. Había pasado muchos años estudiando las particularidades climáticas de su país. Las costas eolias limitaban al Este con el océano Apático, pálido y tranquilo, y al Oeste con el Antipático, gris y tempestuoso. Esta situación generaba unas nefastas condiciones atmosféricas. Todos los veranos. cuando la calima caldeaba las aguas, se producían unas corrientes de aire que barrían el territorio sumiéndolo en un ambiente húmedo y pegajoso. Los eolios llamaban a este fenómeno “los vientos del descontento” porque influían muy negativamente en su estado de ánimo. Mientras duraba el estío su carácter se agriaba y la melancolía reinaba por doquier. Desde hacía siglos los malhumorados habitantes de la península destinaban la mayor parte de sus recursos a luchar contra la desilusión generalizada. Bienvenido Céfiro sólo era uno más de los investigadores dedicados a esta ímproba tarea. A diferencia de otros compañeros. estaba convencido de que el desánimo eólico podía ser combatido.

A veces imaginaba cómo sería la vida si el país estuviera rodeado por el mar del Regocijo o, simplemente, por el océano de la Tranquilidad y se ponía a trabajar con renovado entusiasmo.
El resto del año la situación no mejoraba. Los eolios se pasaban la primavera deprimiéndose a la espera del próximo “descontento”, durante el otoño intentaban reponerse de los desánimos estivales y el invierno no era la mejor estación para alegrarse.
Hasta la fecha y a pesar de los múltiples proyectos emprendidos, sólo un invento del profesor Tifón Tornasol, máxima autoridad en la materia, había logrado paliar los efectos de los vientos. Unos compartimentos estancos donde la población se recluía en turnos de media hora servían para aliviar la angustia, pero el mismo profesor reconocía que no era la panacea. También Céfiro, con la ayuda de Alisio Pérez y Eduardo Cierzo, su equipo habitual de colaboradores, ideó un complejo sistema de tubos y canales para encauzar las corrientes de aire y desviarlas de nuevo hacia el océano. Pero no tuvo mucho éxito, porque. lo que se echa al mar, el mar lo devuelve. Así que Céfiro, derrotado por la meteorología, perdió la confianza en sí mismo, dejó de creer en la posibilidad de solucionar el problema y renunció a toda actividad investigadora. Cuando estaba a punto de unirse al inmenso batallón de derrotistas y hundirse en la desesperación, Bienvenido Céfiro conoció a Ráfaga González. La encontró en un parque donde acudía a pasear su decaimiento y, en cuanto sus miradas se cruzaron, quedaron prendados, como la brisa y la hoja, como el simún y el desierto, como el estado de exaltación que les hizo olvidar los rigores del clima, pero, al llegar el mes de Junio, empezaron a sentir “el descontento” soplando por sus carnes enternecidas.
Al cabo de un par de días, ya pensaban que la relación entre ambos no tenía ningún porvenir. Antes de renunciar a la pasión que tanto placer les había proporcionado, tuvieron una sacudida de rebeldía. No, no se iban a rendir tan fácilmente. Decidieron que, al menos, el responsable de su desgracia debía enterarse del mal causado. Se dirigieron a la orilla del mar y empezaron a gritarle su indignación. Se dieron cuenta entonces de que su depresión se aliviaba. Insistieron e insistieron y, cuanto más vociferaban, mejor se sentían. Céfiro comprendió que habían realizado un gran descubrimiento. Enseguida divulgó la noticia y la población, ansiosa por librarse del hastío, acudió en masa a reprochar a las olas su malvado comportamiento. Siguiendo las instrucciones de Céfiro reunieron millones de botellas e introdujeron en ellas pliegos de peticiones, libros de reclamaciones, hojas de insultos, cartas de protesta, cuadernos de quejas donde transcribían su ira o su frustración y las lanzaron al agua. Todavía hoy Céfiro no sabe si el océano atendió la torbellino y la veleta. Durante unos meses vivieron en un gigantesca manifestación de despecho o si el viento se amedrentó ante semejante algarabía, pero lo cierto es que ahora, aunque un viento húmedo y pegajoso sigue barriendo la península, los eolios ya no se deprimen cuando llega el verano. En cuanto notan el primer síntoma de tristeza, acuden a la orilla del mar y gritan al viento. Han aprendido que, en caso de “descontento”, es mejor protestar que resignarse, que, frente a los océanos de Apatía o de Antipatía, sólo la rebelión desahoga.
