Antonio Altarriba

LA MELENA DEL VIOLÍN

Hay tambores de agua, arpas de viento, flautas de hueso, trompetas de hojas de árbol, violines con cuerdas de tripa de gato… La mezcla de lo orgánico con lo inanimado permite efectos musicales que maderas, metales, cuerdas no consiguen por sí solos. Es como si la naturaleza pusiera alma a la melodía, le añadiera un eco sentimental, quizá una vibración que conduce el sonido a lo más profundo, allí donde resuena con mayor desgarro. La combinación más delicada en la fabricación de un instrumento la proporciona, sin duda, el violín de cabello humano. Según aseguran varios musicólogos, su inventor fue Paolo della Chiesa, un violinista admiradísimo en el Versalles de Luis XV. Locamente enamorado de la marquesa de Volanges y consciente de que nunca alcanzaría sus favores, Paolo se dedicó durante meses a recoger los cabellos que se desprendían de su larga melena. Fue una tarea larga y discreta que encendió aún más su pasión. Cuando reunió un número suficiente, los trenzó, los engrasó con un aceite perfumado y, tras múltiples intentos de afinar las pilosas cuerdas, él mismo quedó sorprendido por la transparencia de los acordes. Paolo della Chiesa había fabricado el violín más sensible del mundo.

Pasó meses componiendo la sonata que la belleza de la marquesa le inspiraba. Y, por fin, llegó el momento tan añorado de interpretarla ante el público. Toda la corte, incluidos los reyes, acudieron al concierto. Por supuesto, la marquesa de Volanges no faltó y ocupó un lugar destacado en la segunda fila. Estaba más hermosa que nunca y eso incrementó el nerviosismo de Paolo. Todos esperaban en silencio que la interpretación diera comienzo. Nuestro músico, casi mecánicamente, encajó el violín bajo la mejilla y, tras una imperceptible vacilación, se puso a restregar el arco contra las cuerdas. Desde la primera nota el público fue sensible a la cristalina sonoridad del instrumento y todos cayeron en un silencio arrebatado. Paolo tocó sin darse cuenta, llevado por un impulso que no parecía salir de él sino del propio violín. No interpretaba, el violín le interpretaba a él. Abandonado a su composición o al amor que la había inspirado entró en una especie de trance en el que el mundo dejó de existir. Sólo veía la expresión transida de la marquesa y sólo oía la trepidación exaltada de la música. En el crescendo final de la sonata, cuando el público ya se había fundido con cada nota, el violín se puso a arder. Y en ese mismo momento, dando un pequeño grito, la marquesa de Volanges cayó desmayada.

Paolo della Chiesa no pudo terminar de tocar la partitura. Su instrumento en llamas le abrasó la cara y las manos antes de caer al suelo donde se quemó hasta la última astilla. Los asistentes no supieron cómo reaccionar, dudando de si se trataba de un accidente o del único final posible para tan apasionada composición. Por fin, un grupo de caballeros sacaron a la marquesa de la sala, esperando que el aire fresco la reanimara y un par de sirvientes apagaron las llamas que todavía crepitaban por la levita de Paolo. Nadie tuvo dudas de que habían asistido a un hecho extraordinario, aunque no comprendieran su naturaleza. Sin hablar, sólo a través de la música, Paolo y la Volanges habían comunicado con tal intensidad que no habían podido resistir el ardiente mensaje. No cabe duda de que la dama, transportada por la belleza de una música que, aunque no lo supiera, le pertenecía, había alcanzado ese punto culminante y fulminante, esa punzada en el corazón que le hizo perder el conocimiento. Sin duda alcanzó el éxtasis, el vértice -o el vórtice- en el que el placer y el dolor se cruzan, se funden en una sensación que, por un momento, nos mata.

Paolo della Chiesa, con las manos quemadas y el rostro desfigurado, no volvió a dar ningún concierto. Expertos de la música barroca aseguran que se adivina su estilo en algunas composiciones anónimas, pero no hay documentación fiable sobre la continuidad de su carrera artística. La marquesa de Volanges también se retiró de la vida mundana y apenas se la volvió a ver por la corte. En ese fuego brillante y armónico en el que se cruzaron sus vidas murieron para el mundo y nacieron para su pasión. Sólo fueron unos momentos, ni siquiera el tiempo que dura una sonata, pero conocieron al mismo tiempo la fuerza del amor y la rotundidad de lo imposible. Y ahí, en ese punto en el que la pasión se hace herida pasaron el resto de sus días, alejados pero fundidos por una hoguera de música que no cesaba de sonar, felizmente desgraciados para siempre.