
¿Cómo se las arregla una imagen para valer más de mil palabras? El principio semiótico más arraigado en el lenguaje popular, admitido casi como proverbio, ha tenido a lo largo de la historia un escaso desarrollo teórico. Es como si la capacidad comunicativa de la imagen resultara tan evidente que no necesitara explicación. Descodificable a primera vista, la imagen dice mil, quinientas o cien, en cualquier caso muchas palabras. Seguramente nunca nos pondremos de acuerdo en cuántas ni encontraremos su exacto equivalente léxico pero, salvo reticencias de poetas e incondicionales de la verbalidad, admitimos, sin más argumentación, la rica, polisémica, matizada, a menudo intraducible, significancia de la imagen.
La orfandad conceptual en la que se encuentra el “valor narrativo” de la imagen puede ser consecuencia de la contundencia antropológica del hecho visual. Aprendemos a leer palabras en un proceso largo y relativamente esforzado de alfabetización, pero no necesitamos aprender a leer imágenes… Como si bastara con mirarlas… Como si la interpretación de formas y colores no tuviera más secreto que la contemplación atenta y el subsiguiente reconocimiento del referente. La imagen figurativa, adherida por vínculo mimético a nuestra percepción, simulacro fácilmente identificable del mundo, se antoja obvia. Al menos en un primer acercamiento. ¿Es esa transparencia de la imagen, su asentamiento directo en una facultad sensorial, la que la aleja de disecciones teóricas?
Sabemos, sin embargo, que ninguna transcripción de la experiencia –sea verbal o figurada- es neutra. En ese sentido, la imagen también debería de obedecer, de manera intuitiva o premeditada, a un código, al menos a una estrategia configurativo-compositiva. De hecho, toda figuración, independientemente de la cultura a la que pertenezca, está organizada en función de una intencionalidad (sacralizadora, amedrentadora, propiciadora, persuasora, satírica, testimonial…). Las hazañas de dioses y mortales, los suplicios del infierno, los quehaceres cotidianos, todo, desde las apoteosis hasta las apocalipsis, desde el éxtasis hasta la furia, desde el paso sutil del tiempo en un rostro hasta el suave declinar de la luz en un paisaje constituye, mejor o peor expresado, nuestro inmenso patrimonio iconográfico. Los recursos para contarlo están ahí, dispersos en lienzos, tapices, frisos, vidrieras, ilustraciones, viñetas… Pero son tan numerosos, tan altamente combinables, tan cambiantes en función de épocas y estilos que quizá convenga renunciar al establecimiento de un sistema. En ese sentido y volviendo al principio, deberíamos aceptar que la “valencia” de la imagen es inasequible a la palabra y que, probablemente, no encontremos el discurso que dé cuenta de ella. Al menos no en su totalidad.
Esta carencia de un discurso sobre la dimensión narrativa de la imagen –no le ha faltado en su dimensión plástica ni siquiera en la técnica- ha contribuido a su escasa, en cualquier caso inestable consideración. La estética, con sus criterios e inevitables jerarquías, se asienta en ideas, argumentos, conceptos… en definitiva palabras. Así, aunque, a la hora de contar, una imagen valga más de mil palabras, a la hora de valorar, mil imágenes no valen tanto como la palabra que las consagra. ¿Puede la narrativa pictográfica aspirar a un reconocimiento artístico sin contar con la coartada teórica que lo legitime?
La aparición en Francia de un lujoso volumen, publicado en una prestigiosa editorial en el mundo del arte (Citadelles & Mazenod, 2012) con el homologador título de L’Art de la bande dessinée, ha reavivado el viejo debate sobre la legitimación de este medio. ¿Ha sido, por fin, reconocido como forma artística o debemos proseguir la batalla reivindicativa? ¿Hemos avanzado algo tras estos cincuenta años de crítica especializada y, en general, incondicional? En las décadas de los setenta y ochenta apenas había festival, mesa redonda, revista o fanzine que no planteara la disyuntiva “el cómic, arte o industria”. Y ahí estábamos, intentando compaginar lo creativo y lo comercial o apostando, tan fatídica como apasionadamente, por lo uno o por lo otro. Pero es que la actual focalización de la crítica sobre “la novela gráfica” no deja de prolongar el mismo debate. Al fin y al cabo, sigue discutiéndose sobre cómo, gracias a extensos formatos, a la incorporación de lectores o al interés de la prensa generalista la validación artística se está produciendo.
Aunque resulta indiscutible la mejora de estatus cultural, no queda claro que podamos despreocuparnos de la cuestión. Existen todavía resistencias y, sobre todo, notables ignorancias. Y no sólo en el ámbito de la legitimación. De hecho, mirando con una cierta perspectiva, hay una permanencia, quizá un enquistamiento, de las grandes cuestiones teóricas. Porque tampoco ha sido resuelta la tan perseguida definición del cómic, al menos ninguna de las propuestas ha logrado el suficiente consenso. Así que siguen produciéndose incertidumbres sobre dónde empieza y dónde termina, incluso sobre lo que es cómic y lo que no lo es. Y, directamente relacionado con el problema de sus límites, se encuentra el de sus orígenes, también oscilantes y quizá en estos momentos más abiertos que nunca. Podríamos, por lo tanto, asegurar que el paisaje conceptual no ha variado mucho en las últimas décadas. Quizá no se presente tan crispado y las apuestas teóricas no se vivan con tanta intensidad. Es más, puede que haya disminuido la desazón por encontrar “la gramática” del cómic, sus esencias básicas o su canon. Y, aunque a algunos les parezca falta de compromiso, se trata más bien de distensión. Una distensión pragmática que, lejos de aspirar a zanjar grandes cuestiones –indiferente a menudo a ellas-, genera un discurso parcial, pero rico y aclarador.
Así pues, sin ánimo exhaustivo, sólo con el fin de dar idea de los múltiples resortes que moviliza, podemos describir la encrucijada desde la que la voluntad narrativa se abre paso en la imagen hasta hacerla legible. Para empezar, el autor deberá partir de un diseño funcional y expresivo. Desde la fantasía más alocada a la copia fiel un amplio abanico de opciones se abre ante él. De ellas dependerá el buen desarrollo narrativo del objeto, detallado o esquemático, del monstruo, temible o entrañable, de la persona, admirable, risible o, simplemente, reconocible, del paisaje, exuberante o despojado… Y todo ello vendrá envuelto en una plasticidad significante en la que la calidad del trazo, la disposición de las figuras, la utilización de los colores estimulará estéticamente, generará una simbología reveladora, establecerá armonías tabulares… El conjunto deberá ser gestionado con pulso secuencial que se apoye en el raccord entre imágenes, que marque un ritmo, incluso un tono, que cree correspondencias narrativas… Los textos, caso de existir, se tratarán con el espíritu sintético al que obliga su inserción en un espacio limitado y su carácter dialógico…
Seguramente existen otras competencias que el autor de cómic moviliza en su trabajo. Las mencionadas bastan para dejar claro la diversidad de sus fuentes creativas. También la dificultad de manejarlas y combinarlas adecuadamente. Diseñador, pintor, secuencializador, dramaturgo, inventor de metáforas visuales, en definitiva narrador en imágenes dibujadas, poco se puede objetar al carácter artístico de su actividad. Cosa distinta es el ejercicio que cada cual haga de este inmenso banco de recursos. Las circunstancias históricas, las presiones industriales, las suficiencias e insuficiencias autorales condicionan los resultados. Más allá de ello, el potencial creativo del medio se antoja enorme, de alguna manera inagotable en su labilidad.
Pero un medio, más que de sus potencialidades, está hecho de sus realidades. Más que de lo que la crítica diga, de lo que los autores hagan. Por eso es importante contar con un repertorio completo de sus eventualidades. En él se hallan catalogados los recursos que ha utilizado hasta el momento y, apenas encriptadas en las convenciones, las invenciones. Iluminar el pasado garantiza la brillantez del futuro.
