Mi trabajo como guionista es consecuencia de una incapacidad, quizá de un desequilibrio entre la cabeza y las manos. No sé realizar las imágenes que me vienen a la mente. Soy un minusválido de la plástica y, para compensarlo, busco dibujantes, fotógrafos, pintores… Tengo que agradecerles que hayan dado forma y color, expresión y sentido a mis guiones. Sin ellos mis historias seguirían siendo sueños. Dependo muy estrechamente de mis realizadores porque, en mi caso, los argumentos suelen surgir de imágenes. Hasta los relatos literarios contienen situaciones muy visuales. Y no sé si imagino porque soy miope o soy miope porque imagino. Llevo gafas desde niño y padezco una “miopía magna” que se agrava con la edad. Vivo cada vez más de las imágenes de mi cabeza porque las que me suministran los ojos se difuminan progresivamente. Ignoro cómo funciona este circuito que, sin duda, se retroalimenta. ¿Me refugio en la imaginación porque veo cada vez peor o, al vivir ajeno al mundo, se me apaga la vista?
Quizá todo se explique por mi relación con los tebeos, un medio eminentemente visual. Aprendí a leer en sus páginas y hasta los catorce años me nutrí casi en exclusiva de sus historias. Luego me aparté de esas lecturas, pero tuve la suerte de vivir en Francia entre 1973 y 1975, cuando la historieta francófona experimentaba un cambio trascendental que la iba a convertir en un medio artístico. Y me reincorporé al mundo de las viñetas con la misma fascinación que experimentaba de niño. A partir de 1977 empecé a escribir guiones convencido de que exploraba un territorio lleno de posibilidades.
Treinta años después, sigo explorando.