
Quizá ya nadie recuerde que hubo un tiempo en el que el fútbol estuvo mal visto. Muy visto, pero mal visto. Una parte de los españoles lo consideraba una forma de alienación, al menos de distracción de los compromisos sociales o de los estímulos intelectuales. Se sospechaba que el régimen franquista se servía del fútbol para apaciguar el impulso contestatario. A partir de los años sesenta, con la llegada de la televisión, los primeros de mayo o las convocatorias de huelga coincidían con la retransmisión de partidos de máxima rivalidad. El gobierno “contraprogramaba” la protesta. Y lo hacía con notable éxito. Un Real Madrid-Barça tenía más capacidad desmovilizadora que un despliegue policial. Así, en aquellos años, se daba el caso de aficionados que moderaban su entusiasmo para no parecer tontos u obedientes.
La llegada de la democracia, las nuevas tecnologías, el consecuente incremento del negocio han hecho que la afición pierda complejos. Ahora se considera que el fútbol transmite valores positivos como el espíritu de equipo, el afán de superación, la inteligencia espacial… Remedio infalible contra las drogas o el derrotismo juvenil, se ha convertido en panacea educativa. Reina con tal hegemonía en nuestras preferencias que es bloque informativo dominante y tema principal de conversación. Al contrario de hace unas décadas, quienes no son aficionados se ven en la obligación de informarse para no quedar al margen de nuestro mayor nexo social.
La influencia del fútbol sigue en ascenso a pesar de las evidencias que ensucian su proclamado espíritu deportivo. Admitimos las sumas estratosféricas de sueldos, primas y fichajes. El fútbol cuesta, pero también genera beneficios, se nos explica. Aunque está claro que no produce riqueza, simplemente polariza el gasto en ocio. Además, no parecen importar las irregularidades fiscales de federaciones, clubes y jugadores. Muchos equipos se mantienen gracias a ayudas más o menos directas de las instituciones. Todo ello sin hablar de conspiraciones en palcos VIP y, sobre todo, de casos de corrupción como los de Blatter, Platini, Messi, Cristiano, Cerezo, Villar… Se contemplan estas ilegalidades con más perplejidad que indignación. A veces, incluso, con simpatía solidaria. Como si sus protagonistas siguieran siendo más admirables que condenables, más ídolos que delincuentes.
Por si fuera poco, el deporte rey convierte a los demás deportes en esclavos. Las últimas olimpiadas pusieron de relieve la belleza y la emoción que transmiten otras disciplinas. Disciplinas que viven, mejor dicho, sobreviven en el anonimato, a menudo en la indigencia. Estos atletas sí demuestran espíritu deportivo y señalan el verdadero potencial de nuestro país. Pero gozan de una notoriedad eventual, rápidamente olvidada por la apisonadora de ligas, copas y campeonatos. Habría que preguntarse, además, si el futbol provoca afición deportiva o adhesión al equipo. Los hinchas de sofá y cerveza son más propensos a enfundar la camiseta o enfrentarse a la afición rival que al ejercicio físico. De hecho, no se ha conseguido erradicar la violencia en los estadios. Aunque sea minoritaria, sigue exigiendo despliegues de seguridad que repercuten en el gasto público y encarecen aún más los costes del auge futbolístico.
Es más, a la vista de los recientes acontecimientos en Cataluña, cabe cuestionar la función sublimadora de la violencia que se atribuye al deporte. Canalizar las rivalidades en un marco competitivo reglado, con los daños controlados parecía una buena solución contra nuestra arraigada inclinación a la confrontación. Pues bien, alcanzado cierto nivel de forofismo, se ha revelado camino de ida y vuelta que, de igual manera que sublima, degrada. ¿Cómo explicar, si no, los himnos que se trasladaron de la selección nacional a la guardia civil? “A por ellos” tiene consecuencias muy distintas cuando se maneja un balón o cuando se maneja pelotas de goma. Y no es lo mismo corear “soy español” en el estadio que en las calles de un país que dirime cuestiones políticas. El trasvase de contexto, producido de manera natural al menos en apariencia, alerta sobre una semilla beligerante que convendría identificar y, sobre todo, controlar. No sea que queramos ganar el partido y acabemos perdiendo la concordia.
Como toda actividad social predominante, el fútbol rebasa el ámbito estrictamente deportivo y ejerce un creciente influjo sobre el lenguaje. El “campo de fútbol” ya no sólo es el terreno de juego sino medida de superficie a punto de desbancar a la hectárea y otras pautas métrico-decimales. Para hacernos idea de la extensión de un terreno, de un incendio o de una distancia nos remitimos a la cantidad de campos de fútbol que contiene. Y nos sentimos en “fuera de juego”, sacamos “tarjeta roja”, criticamos “el regate en corto”, “nos meten gol por la escuadra”, nos esforzamos por alcanzar la “primera división”, las empresas hacen “grandes fichajes”, “mantienen en el banquillo” al personal de reserva, “marcan un gol” cuando logran un éxito y un “hat-trick” cuando es triple… Hasta calificamos a algún escritor como “Messi de las letras”. Todo se puede explicar en metáfora futbolística.
El fútbol tiene parte de responsabilidad en la organización de debates como si fueran partidos, con equipos claramente alineados en posiciones enfrentadas. Todo para que la victoria o la derrota se imponga por encima del intercambio de argumentos. Y también clasificamos preferencias estéticas en liguillas de impacto mediático. Prácticamente no hay comentario sobre la actualidad cultural que no comporte la lista de las diez mejores películas, las cien novelas más importantes, las veinticinco series televisivas más influyentes, las cincuenta novelas gráficas imprescindibles… El gusto se ha hecho ranking y sustituimos el análisis de la obra por la atribución de un puesto en el improbable campeonato del arte. Todo ello contribuye a un pensamiento esquemático, que elimina el matiz. Un auténtico “penalti” contra la inteligencia.
Antonio Altarriba