Antonio Altarriba

EL SIGNO Y EL SÍMBOLO

Vivimos en la era de los datos. Cuentas de resultados, PIB, prima de riesgo, paro, horas trabajadas, comisiones, tasaciones, tarifas impositivas, subidas salariales, índices bursátiles, tasas de pobreza, deuda pública o privada, intereses y hasta proyecciones de crecimiento o lista Forbes de grandes fortunas constituyen la base de nuestro menú informativo. La economía está “matematizada” con una exactitud de décimas, incluso de centésimas. Cuestión distinta es cómo se comunique o manipule. Pero, dejando de lado las tergiversaciones, existe una voluntad de precisión a la hora de calibrar lo que somos y lo que hacemos. Geografía, Historia, Astrofísica, Biología, Física, Ingeniería, Informática llevan más lejos aún este afán porque, base científica común, de la precisión depende el conocimiento. Así que no sólo estamos rodeados de datos, sino que nuestra vida se puede explicar y hasta predecir en función de esos datos.

Contagiados por esta fiebre, también hemos ido poniendo cifras a aptitudes y comportamientos. Coeficientes intelectuales o de rendimiento, marcas deportivas, evaluaciones, rankings, censos, estadísticas nos convierten en dígitos perfectamente clasificables y jerarquizables. Por si fuera poco, nosotros mismos añadimos datos a nuestro perfil, pasos caminados, horas de sueño, subidas de tensión, niveles de azúcar, calorías ingeridas, listas de amigos o de seguidores, cantidad de “likes”, de reproducciones, de visionados… Obsesionados por la carrera numérica, buscamos el récord, la “viralidad”, el “trending topic”. La vida se ha convertido en una constante contabilidad que nos sitúa en un punto concreto del escalafón financiero, social o profesional. Lo que somos depende más que nunca de lo que tenemos. Esta tendencia se califica psicológicamente como “cuantofrenia” y se perfila como la gran patología moderna.

Resulta paradójico que, en un mundo, tan minuciosa, a veces tan despiadadamente contable, las propuestas políticas sean cada vez más simbólicas. La Reconquista, Don Pelayo, el descubrimiento de América, la familia, la unidad de la patria, el sexo procreativo configuran el discurso de VOX. La valentía o la cobardía, la lealtad o la traición, la unidad o la secesión vuelven a imponerse como valores. Nada concreto, pero recitado con entonación arengadora. De esa manera, las banderas y las consecuentes banderías recuperan puesto de honor en manifestaciones, balcones, pulseras, camisetas, mecheros, retrovisores…

La izquierda también propone iniciativas de valor esencialmente simbólico, exhumación de Franco, memoria histórica, rehabilitación de las víctimas… Gestos necesarios, pero destinados a resignificar el pasado más que a gestionar el presente. Estamos rodeados de signos alarmantes y los gobernantes ofrecen símbolos. La ONU no deja de dar datos. Sólo quedan once años para revertir la contaminación del planeta. La desigualdad ha aumentado exponencialmente y el 1% acumula ya el 83% de la riqueza mundial. Y como respuesta, nuestros gobernantes exhiben banderas o momias.

Esta confrontación entre el signo y el símbolo provoca acciones inexplicables, como la retirada del busto de Abderramán III. El signo es un rey musulmán, descendiente de una familia asentada durante siglos en la Península, que gobernó con inteligencia un territorio que ni siquiera se llamaba España. Los datos, suficientemente documentados, quedan sepultados por el símbolo, “el puto moro del monumento”. De igual manera, Madrid Central dejó de ser percibido como iniciativa ambientalmente exitosa para interpretarse como “el capricho de la alcaldesa comunista”. Nada más contradictorio que el patriota que desprecia la ecología, una especie cada vez más abundante. Sin ecología no hay territorio ni para plantar una bandera. Sin embargo, el símbolo logra anular el signo sobre el que se asienta.

El signo surge de un código acordado por el grupo y descifrable por aprendizaje. Racional, corregible, busca la concreción y brilla en la pertinencia. Se mueve entre lo verdadero y lo falso, por lo tanto, es cuestionable, de hecho, continuamente modificable. Por el contrario, el símbolo surge del imaginario, cultural o antropológico, compartido por el grupo. No se aprende, nos impregna. Ambiguo y visceral, puede resultar exaltable o execrable. Se mueve entre lo bueno y lo malo. Se adora o se aborrece. Se impone o se prohíbe. En términos unamunianos, el signo es para convencer, el símbolo para vencer. El pensamiento simbólico es propio de culturas precientíficas en las que el fenómeno se observa como prodigio sin buscar su explicación. Quizá las políticas educativas, con el arrinconamiento en los planes de estudios de las disciplinas de pensamiento y la promoción de las formaciones profesionales estén contribuyendo a la regresión. Quizá una sociedad en la que la machaconería comunicativa entumece el criterio para sustituirlo por corrientes de opinión facilite la prevalencia del símbolo sobre el signo. Y no olvidemos que las guerras se hacen por los símbolos. Movilizan a las masas hasta convencerlas de que matar o morir es la única solución. Aunque detrás de estos símbolos, como hasta hace poco supimos, se encuentran los signos. O, para ser precisos, las cifras de quienes, estén en el bando que estén, siempre ganan.