En plena efervescencia de ese oximoron que han dado en llamar memoria histórica, como si la memoria y la historia no fuesen contradictorias en su arquitectura y su filosofía, y en medio también del auge de las historietas autobiográficas, prácticamente convertidas en un subgénero, nos llega este brillante libro que desborda con creces esos patrones rutinarios mediante un tour de force que establece de partida el guionista para rescatar a su padre del olvido que ha engullido a tantos otros personajes de similar semblanza: desde la miseria de un pueblo español hasta el desengaño más absoluto, pasando por aquella guerra civil en la que fueron derrotados y por una posguerra en la que se les humilló con auténtica saña.
Aprovechando los matices de nuestra lengua, que diferencia abiertamente entre el ser y el estar, Altarriba inicia un proceso de transferencia en el mismo arranque del relato que le permita “estar en su padre y ser con su padre”. Y si, como decía Goethe, “hacia abajo, o hacia arriba, las memorias siempre acaban por encontrarse”, sólo cuando esa unificación es total entre los dos el escritor está en condiciones de manifestar “Mi padre, que ahora soy yo…” para empezar a hacerle revivir. No aspira el guionista a trazar una historia de ese período (aunque se pueda leer también de esa manera) ni a revelarnos clave alguna del pasado: únicamente le angustia, para poder llevar a término su duelo como hijo, ser la memoria de su padre apoyado por igual en los testimonios que dejó escritos y en la ficción que él incorpora para enriquecer el tiempo del que cada uno de nosotros estamos hechos.
Esa dolorosa inmersión en la piel de su padre será la que le permita ver a él, y a nosotros, una vida a través de los propios ojos del protagonista, en medio por igual de lo trágico y lo cómico, hasta dejar prendida en la mente del lector, cuando cierra el libro, esa poca y a la vez gran cosa que seguramente es lo único que cada cual puede dejar tras de sí y que Unamuno llamó “el poso de la espuma”.
Ahora bien, y los que me leen en esta publicación lo saben, no es fácil encontrar un dibujante capaz de transmitir la complejidad de la memoria, y más cuando media un artificio como el que he comentado, sin desvalorizar o contradecir el texto. Afortunadamente, en este caso, Altarriba lo ha hallado en el talento inclasificable de Kim, que es mucho más que el dibujante de la serie “Martínez el facha” de El Jueves, y uno de los pocos que posee la capacidad única de introducirse en las escenas que dibuja (como, a su manera, por ejemplo, lo fue también el gran Opisso).