
La violencia de género es el único tema en el que las formaciones políticas parecen estar de acuerdo. Todos la condenan con similar contundencia. Ni una más, desterrar hábitos machistas, denunciar todo maltrato… El consenso se aglutina en torno a una palabra comúnmente asumida, “lacra”. Estamos ante una lacra que debemos combatir con la mayor energía. En eso se resume la consigna coreada después de cada feminicidio. Y es que bañarse en una corriente de indignación contra la barbarie redime de ajustes económicos, corrupciones, autoritarismos y otorga una aureola de empatía conciliadora con el ciudadano.
A la vista de los resultados, mejor dicho, de la falta de resultados, la cosa no parece ir mucho más allá. Los buenos propósitos se diluyen en cuanto, pasados duelos y concentraciones de protesta, descendemos a las políticas concretas. Escasez de dotación económica, distribución arbitraria de fondos, falta de formación específica de policías, valoración a la baja de los índices de riesgo, deficientes redes de acogida… Todo indica que, entre algunos políticos, hay más teatralidad que voluntad real.
Evidentemente, no se acaba con el problema por manifestar la condena cada vez con más fuerza. Hay que analizar las raíces de esa violencia. Sólo conociendo la causa se puede abordar la eliminación de los efectos. Pero no somos dados a los ejercicios reflexivos, mucho menos a los que cuestionan principios incardinados en nuestra historia, en nuestras creencias y hasta en nuestros sentimientos.
La cultura española -y esto lo hemos exportado a Hispanoamérica- ha sido más machista que la de nuestros vecinos europeos. Precisamente el término “machismo” es una de nuestras más significativas aportaciones al lenguaje internacional. Hasta hace unas décadas el honor familiar estaba depositado en la entrepierna de las mujeres. No había desgracia mayor que la esposa adúltera o una hija embarazada. Era la “deshonra” por excelencia. Y “cornudo” o “cabrón” los peores insultos que se podían decir a un hombre. Por tan humillante motivo, los varones hispanos nos hemos batido en duelo, dado palizas, repudiado y, por supuesto, matado… Eran crímenes pasionales, con atenuante penal y amplia aprobación social. Y -reconozcámoslo-, tras la actual capa de corrección feminista, la bestia todavía ruge en lo más oscuro de nuestras querencias.
El agravante hispano viene a añadirse a una historia de la humanidad eminentemente patriarcal. Algunos historiadores atribuyen la instauración del poder masculino a la obsesión germinal propia de una civilización agrícola. Es importante vigilar la cadena de fecundación. Aunque puede que la dominación del macho tenga más que ver con la noción de propiedad y legado. Los hijos no sólo son mano de obra para la tierra sino herederos de la tierra. Y el hombre quiere estar seguro de que sus posesiones recaen en la descendencia legítima. Así que la mujer debe ser controlada y, si procede, castigada.
Estos planteamientos han sido avalados por la mayor parte de las religiones. La Biblia lo deja claro desde el Génesis. Adán es creado a imagen de Dios mientras que Eva es modelada a partir de una costilla. En el Nuevo Testamento la epístola de San Pablo a los Efesios deja clara una jerarquía que llega a cuestionar el alma de las mujeres hasta el concilio de Trento. Desde entonces, la posición de la Iglesia católica ha sido más que ambigua. El ritual del matrimonio incluía la obligación de obediencia al hombre y, ante el generalizado maltrato sufrido por nuestras madres y abuelas, el confesor recomendaba resignación. El silencio actual de la Iglesia sobre la violencia de género resulta estruendoso.
Pero la violencia de género también se nutre de nuestros sentimientos o, mejor, de nuestra educación sentimental. El lenguaje del amor está atravesado por una terminología de la posesión y de la entrega. Y no sólo se impregna en la pertenencia sino también en la exclusividad. Eres mía, sólo mía y para siempre. Querer se identifica con tener. Es más, sin este ingrediente apropiativo, el sentimiento parece perder su cariz romántico. De alguna manera y aunque no nos guste reconocerlo, los celos son la otra cara, dolorosa pero inevitable, del amor.
Así que, puestos a localizar el centro del seísmo que conduce al terremoto asesino, tendremos que cuestionar comportamientos tradicionalmente admitidos, incluso reconocidos como virtuosos. Nos resulta difícil deslindar la sexualidad de la afectividad, a pesar de que la práctica en otras culturas demuestra que se trata de una superposición artificiosa. Es más, nuestra hispana catolicidad nos lleva a condenar a aquel, sobre todo a aquella, que “lo hace” sin afecto, sólo por el placer.
Así que la solución no se reduce a la mera repetición de consignas. Una revisión de los hábitos que conducen a los asesinatos machistas pone en tela de juicio valores considerados tan positivos como la pasión y la fidelidad. Reconocer la libertad del otro, en este caso de la otra, implica renunciar a supuestos derechos de propiedad. Naturalmente, esto desdramatiza y, de alguna manera, enfría la relación. Aunque, quizá, se trate de encauzar los sentimientos por otras vías. Seguro que se puede amar sin poner una valla alrededor del objeto amado.