
Cuando anuncié a un grupo de amigos que iba a hacer un cómic contando la vida de mi padre, las reacciones fueron diversas pero casi todas tenían una objeción en común. “La vida de tu padre merece una novela”. Lo cual equivalía de manera apenas implícita a “el cómic está bien para obras menores pero, para hacer un relato serio, debes pasar por la literatura”. Se diría que poner la vida de mi padre en viñetas era degradante, una falta de respeto a su memoria. Me enfrentaba, una vez más, a los prejuicios culturales que, a pesar de recientes reconocimientos, siguen afectando al mundo de la narrativa gráfica. Han pasado catorce años desde que empecé a escribir el guión de El arte de volar y, aunque la consideración del cómic ha mejorado, algunas reticencias se mantienen.
Para mí no había ninguna duda. Tenía que ser un cómic. La vida de mi padre desfilaba en viñetas en mi cabeza con absoluta claridad. Hasta su recuerdo leyendo conmigo un número de Pumby, tebeo infantil muy popular en los años cincuenta, venía a reafirmarme en la decisión. Me preocupaba la posibilidad de no encontrar dibujante porque, ya antes de empezar sabía que la historia iba a ser larga, personal, difícil de dibujar y también de comercializar. Me convencí de que el guión acabaría pudriéndose en un cajón del escritorio (bueno, en un archivo de Word). A pesar de todo, veía tantas ventajas en la expresividad del cómic, que decidí asumir el riesgo (“lo ahorraré en sicoterapia”, me decía). En cualquier caso, este dilema, previo al trabajo de escritura, revela ya una de las condiciones de la escritura guionística, su déficit de autosuficiencia. Si hubiera optado por un relato literario, la obra habría dependido únicamente de mí e, independientemente de su suerte editorial, no habría albergado dudas sobre su terminación. Y esto plantea una primera cuestión. ¿Cuánta autonomía autoral tiene un guionista? Y, subsidiariamente, ¿cuál es el estatus del guión? ¿Se trata de un texto con valores literarios, potencial escenográfico e interés bibliófilo o tan sólo de un instrumento de trabajo destinado a los únicos ojos del realizador? ¿Obra artística a preservar o manual de instrucciones desechable una vez culminada la puesta en imágenes?
Como contrapartida de esta insuficiencia, el guionista goza de una primera y muy decisiva ventaja narrativa, la elección de dibujante. Cada historia es diferente, ofrece tramas, caracteres y atmósferas particulares. Sin embargo, la escritura la condena a una única pluma y, aunque se trate de un autor versátil, a una uniformidad estilística que determina, tan clara como inconscientemente, el primer acceso a la lectura. Por oposición a esta uniformidad estilística, sobre todo a la monotonía tipográfica de la edición literaria, el guionista de cómic puede encarnarse en el trazo de muy distintos grafistas. Naturalmente, para sacar el mejor partido de esta ventaja, resulta imprescindible tener un buen conocimiento de las características, incluso de las potencialidades, de los dibujantes disponibles. La historia, como colada todavía ardiente e informe, va a solidificar, en cierta medida a forjarse en el molde gráfico de uno de ellos. Él es el que va a aportar esa caligrafía figurada por la que el lector accederá al argumento. En ese sentido, la propuesta del guionista a uno u otro realizador está cargada de consecuencias, tan importantes como sutiles y difíciles de definir, aún más de cuantificar. El dibujo modula, entona, conforma o, mejor, configura el guión otorgando a la historia un aspecto, unos rasgos visuales con los que va a quedar definitivamente identificada.
Habría que hablar aquí de la capacidad del guionista para captar el interés del dibujante adecuado, poniendo en juego su prestigio, su seducción narrativa, las peculiaridades del proyecto concreto… Y también, claro está de las resistencias de muchos dibujantes a dejarse inocular un suero narrativo ajeno y plegarse a sus necesidades. Porque la aceptación del dibujante supondrá para él, una modificación, al menos una adecuación de sus pautas gráficas. Normalmente un dibujante posee diferentes registros para transferir su plástica. Pues bien, las necesidades ambientales y expresivas de un argumento le van a llevar a adoptar la frecuencia que mejor sintonice con él. Así, aunque en menor medida que el guionista, el dibujante también asume una dependencia. La capacidad creativa del tándem historietístico se dirimirá en esa tensión de influjos que, si funciona adecuadamente, se concreta en enriquecimiento recíproco.