
Siempre nos han dicho que la democracia no es un sistema perfecto, pero contiene los mecanismos para perfeccionarse. No nos habían advertido de que también contiene los que la degradan. Es lo que estamos viviendo en los últimos años. Al menos quienes pensamos que democracia es más libertad, no más seguridad, más justicia, no más orden, más solidaridad, no más competitividad, más mérito personal, no más lealtad al líder, más capacidad crítica, no más irresponsabilidad autocomplaciente, más reivindicación colectiva, no más culpabilización individual… Siempre se podrá argumentar que una cosa no quita la otra, que puede haber libertad y seguridad, justicia y orden… Pero los hechos demuestran su incompatibilidad, al menos su difícil coexistencia.
Los derroteros de los gobiernos siguen el camino de la restricción, no el de la ampliación de derechos. Y así, cada vez más anestesiados, asistimos a la merma incluso de nuestra capacidad de indignación. Votamos periódicamente y ahí termina nuestra participación política. Lo hacemos dentro de un abanico limitado de opciones, condicionados por la financiación ilegal de partidos, por los sesgos ideológicos de los medios o por nuestros perfiles de Facebook, convenientemente comercializados y analizados.
Una vez cumplido el sacralizado deber de introducir el voto en la urna, asistimos a su desvirtuación en función de los intereses de cada fuerza política o de su sometimiento a los dictados de lobbies. Descubrimos entonces que las actuaciones se alejan, hasta contradicen los discursos de campaña, produciéndose sistemáticos incumplimientos del programa. Si la elección está condicionada, los compromisos de los partidos son modificables y la capacidad de protesta se encuentra cada vez más reducida ¿cuál es nuestro papel en la “fiesta”? ¿El de tontos útiles?
Siempre han existido grietas en el edificio de la democracia. En teoría se trata de una forma de participación global e igualitaria para administrar la cosa pública. Pero bajo su paraguas encuentran abrigo estructuras muy jerarquizadas. Desde las grandes corporaciones hasta los cuerpos de funcionarios mantienen una supeditación, casi siempre estricta, del inferior al superior. Todos somos iguales el día de las elecciones, pero el resto del tiempo manda el jefe. Y aún existen colectivos mucho más asentados en el principio de autoridad. Siempre se ha dicho que Iglesia, ejército y policía son estructuras que mantienen un funcionamiento propio del antiguo régimen. Lo siguen haciendo y con escoramientos ideológicos importantes. Pasan en sordina las noticias que alertan de las simpatías crecientes de policías y militares por Vox y en general por grupos de extrema derecha. No sólo en España. La identificación de estos cuerpos con el grito patriótico y la marcialidad uniforme explican estas simpatías en otros muchos países. Hasta en Francia (actual Macronesia, según los sectores críticos) afloran sindicatos policiales de extrema derecha y con foros nazis. Aquí la monarquía, antidemocrática por esencia, dice preocuparse por las simpatías hacia Vox de Froilán, Victoria Federica y algún otro eslabón en la línea sucesoria. La Iglesia, por su parte, ha logrado paralizar el impulso reformista del Papa Francisco, cada vez más prisionero de la curia. Steve Banon, impulsor del Brexit, director de campaña de Trump, apoya esta rebelión eclesial que en algún momento ha hecho pensar en un cisma. Desde “The Movement”, la fundación que mantiene abierta en Bruselas, asesora y financia a una buena parte del neofascismo europeo y también a purpurados reacios a las reformas.
Nuestro lenguaje ha cambiado en función de este adelgazamiento democrático. Se dice, con creciente frecuencia, que estamos sometidos al imperio de la ley, cuando, precisamente, la democracia no reside en la obligación de obedecer sino en la posibilidad de protestar. Leyes y sentencias chocan muy a menudo nuestro sentido de la justicia. Los vínculos entre poder ejecutivo y judicial resultan, a menudo, escandalosamente visibles. El aforamiento generalizado de nuestra clase política y el privilegio de ser juzgados por tribunales bajo influencia asegura, si no la impunidad, al menos la distorsión del veredicto.
El desapego institucional, el hecho de que los políticos se hayan convertido, según el CIS, en el segundo problema de los españoles, no merece comentario alguno por parte de nuestros dirigentes. No parece importarles mientras sigamos votando, ese rito prácticamente inútil, pero que basta para legitimarles. No son representantes sino autoridades. No nos miran, se miran entre ellos, de un partido a otro y dentro del mismo partido. En esas condiciones, ¿democracia? ¿qué democracia?
Los griegos, a quienes atribuimos el invento, optaron por una democracia restringida. Pero, para la mayor parte de sus filósofos, lo importante no estaba en el sistema de gobierno sino en la virtud con la que se ejerce. Sin virtud la monarquía degenera en tiranía, la aristocracia en oligarquía, la democracia en demagogia. ¿A dónde hemos llegado después de más de doscientos años de una supuesta conquista del poder por el pueblo ¿Democracia? Llámesela como se quiera, pero está vaciada de virtud.
Antonio Altarriba, agosto 2019
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