Antonio Altarriba

De lo perdido y lo recuperado

Textos para cuadros y máquinas de Javier Hernández Landazábal

Extracto del catálogo que se publicó con motivo de la exposición De lo perdido y recuperado. Javier Hernández Landazabal, organizada y producida por Artium, Centro-Museo Vasco de Arte Contemporáneo, que tuvo lugar en Vitoria-Gasteiz desde el 7 de junio al 15 de septiembre de 2019.

Este archivo incluye los textos en español escritos por Antonio Altarriba para los cuadros y máquinas de Javier Hernández Landazábal.

Piérdete para que pueda recuperarte

Cuando se recupera lo que se pierde, ya no es exactamente lo mismo que se perdió. Durante el extravío adquiere nuevas propiedades, aunque también, en algunos casos, las pierde. Ese lapso de deslocalización, esa estancia en paradero desconocido, lo transmuta. A veces lo adorna, incluso lo recarga, pero, más a menudo lo destila, en cierta medida lo purifica. Quizá no cambie de aspecto ni siquiera de función, pero cambia de sentido. El objeto encontrado, superada la escondida estancia en la que queda sometido al desgaste del no lugar, reaparece envuelto en el fulgor, en la resplandeciente aureola de lo esencial. La pérdida implica despojamiento y, sobre todo, exilio de toda utilidad.

Es una forma de misticismo, al menos de retiro tanto material como espiritual. Puede, incluso, que se trate de una pasajera disidencia y el objeto decida perderse como acto de desobediencia ante nuestro afán de posesión. No lo hace con mala intención, no pretende provocar el desasosiego ni siquiera la nostalgia por lo que se fue. Tan solo busca revelarse (más que rebelarse) en su verdadera dimensión, atenuar la familiaridad que nos relacionaba con él. Se pierde para encontrarse. Se pierde de nosotros para encontrarse en él. Conscientes de este cambio, una vez recuperado, lo tratamos de otra manera, lo cuidamos, lo vigilamos, aprendemos a apreciarlo.

SILLÓN DE [A]BRAZOS (I), 2018-2019
Ensamblaje de objetos recuperados, electricidad y movimiento

No solo las cosas se pierden, también se pierden los animales, las personas. Hasta las plantas, a pesar de su arraigo, se esconden en invierno o se fugan en primavera. Y todos, objetos y seres vivos, inanimados y animados provocan similar efecto revelador cuando reaparecen. Pero, si algo perdemos con fatídica insistencia, es el tiempo. No solo el tiempo infructuoso dedicado a la futilidad, incluso a la in- utilidad. Cualquier tiempo, por muy rentable que nos resulte, tiende a la pérdida, probablemente a la perdición. Bien mirada y, sobre todo, bien oída, olida, degustada, acariciada, la vida no es sino una pérdida de tiempo. Nacemos con un capital de años, horas y minutos. Si queremos ponernos a existir, debemos resignarnos a perderlo con rítmica cadencia. Así, sin más, echado a perder, el tiempo funciona como envejecimiento inconsciente y, como dice el bolero, se hace olvido. Pero, si buscamos su rastro, las huellas que ha ido dejando en nuestro pasado, el tiempo, como dice Proust, se transforma en verdad. Y la verdad, entelequia o última síntesis, es lo único que permanece incólume al paso del tiempo, lo que recobramos al final de la experiencia.

El maestro Zabalanda fue un auténtico héroe del tiempo, un recuperador nato de lo que nace y fugazmente se consume. A él le debemos la fórmula de la recuperación reveladora. Tal y como afirmó en una de sus escasas manifestaciones, «la mejor mane- ra de recuperar el tiempo es fijarlo en el espacio». A ser posible, en el espacio acotado, enmarcado, de un cuadro, habría que añadir a la vista de su exigente obra. Pasado por sus pinceles, queda indefinidamente inalterado, estabilizado en una breve eternidad.

En una de las más destacadas exposiciones de la obra del maestro

Zabalanda la recuperación fue doble, quizá triple.

Porque partió del desecho, quizá del deshecho, del objeto quincallero, del aparato de rastro, en cierta medida rastrero, para convertirlo en máquina inútil, la única que no sirve para fabricar sino para pensar. Y así, sin alardes, con la discreta elegancia que siempre le caracterizó, dio nueva utilidad a lo desguazado, en algunos casos, incluso, corroído. Dio nueva vida a resortes y engranajes cambiando el objetivo para el que habían sido fabricados. Y eso le hizo llegar a una de sus más conocidas aserciones, «solo la disfunción salva de la defunción».

Pero ahí no acaba la tarea recuperadora del maestro Zabalanda. Porque, una vez construida la máquina, la pinta, la plasma detalladamente en el lienzo y allí, definitivamente inmóvil y por lo tanto indiferente al tiempo, queda recuperada para la historia, quizá para el arte. Con este triple salto mortal, con esta arriesgada traslación, crea una profunda perspectiva, la que va del trasto a la escultura para acabar en pintura. En cierta medida, se trata de un agujero negro de la plástica donde el horizonte de acontecimientos se estanca.

Esta disciplinada metodología del maestro Zabalanda ha tenido ya algunos sorprendentes efectos en la realidad, solo aparentemente consistente, en la que vivimos. Algunos no han sido medidos en todo su alcance. Otros han generado inesperadas colisiones entre lo vivo y lo muerto, tan a menudo reunidos en la obra de nuestro artista. A continuación, se relata el aprendizaje del maestro y, sobre todo, algunas de las más notables recuperaciones y de los maravillosos acontecimientos que, a partir de aquella histórica exposición, provocaron y todavía hoy provocan.

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