Escrito por GEORGIA RIBES, Psicóloga Clínica. Publicado en lamarinaplaza.com el domingo, 17 enero, 2021
Publicado: domingo, 17 enero, 2021
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Antonio Altarriba, autor de novelas gráficas: “Vivimos en una sociedad que compensa con la corrección del lenguaje la falta de empatía real”
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GEORGIA RIBES, Psicóloga Clínica.
A propósito de la publicación de “Yo, mentiroso“, novela gráfica que cierra la trilogía de los Yos (tras “Yo, asesino” y “Yo, loco”).
Decía Antonio Gala que una entrevista debería ser siempre un juego de seducción. Condición necesaria para que esto suceda es que el entrevistador llegue seducido por la obra de la persona a la que va a entrevistar.
Y es que el interés mutuo es el secreto de la conexión entre dos personas.
La primera novela de Altarriba que leí fue “El arte de volar”. Pocas veces he leído algo más desolador…. y más sincero. Leyéndolo experimenté una sensación similar a la que me produjo en su momento la lectura del “Viaje al fin de la noche”, de L.F. Celine. Este libro cayó en mis manos en medio de una crisis personal y fue allí donde, en contra de todo pronóstico, encontré el consuelo que necesitaba.
El poeta romántico Keats decía que la belleza es verdad y la verdad es belleza…y que eso era todo lo que había que saber. Y verdad, y por tanto belleza, es lo que encontramos en todos y cada uno de los libros de Altarriba. No puedo imaginar mejor homenaje a unos padres que “El arte de volar” y “El ala rota”. Estos libros conceden sentido a unas vidas que a priori parecen carecer de él. “El ala rota” es además, sin alardear de ello ni utilizarlo como reclamo, un libro feminista en el mejor (y menos frecuente) sentido de la palabra.
En la trilogía de los Yos, y en forma de novela negra magistralmente dibujada por Keko, Altarriba realiza un análisis antropológico del ser humano que, si lo tomásemos en serio nos obligaría, como decía aquel poeta alemán, a cambiar nuestras vidas. Y es que en los libros de Altarriba no hay un solo lugar que no nos vea.
“Yo, mentiroso”, el último de la serie, y que acaba de publicarse, nos confronta con el más humano de los temas, la mentira.
Hay que leer esta trilogía, es el nuevo viaje al fin de la noche. Casi 100 años después, en un mundo a primera vista distinto, los personajes de Altarriba nos muestran que el mundo que describía Bardamu no ha cambiado sustancialmente, que la farsa y la mentira siguen estando omnipresentes. Pues como decía Celine, la mentira y la fe se contagian como la sarna. Y hoy como ayer “se mentía con ganas, más allá de lo imaginable, mucho más allá del ridículo y del absurdo, en los periódicos, en los carteles, a pie, a caballo, en coche. Todo el mundo se había puesto manos a la obra. A ver quién decía mentiras más inauditas. Pronto ya no quedó verdad alguna en la ciudad.”
Por suerte siempre nos quedará el arte.
—Las historias de los tres libros están entrelazadas, los personajes van reapareciendo y se van perfilando, sin embargo hay una diferencia sustancial entre los protagonistas de los tres libros. Los dos primeros, el asesino y el loco se rebelan contra la mentira, el tercero está cómodo con ella, la asume. ¿Es la mentira el hilo conductor de esta trilogía?
—La trilogía tiene la función de crear un mundo donde se perfilan unos caracteres que van evolucionando de un libro a otro. La idea es proporcionar al lector la impresión de que se está moviendo en un universo que trata temas actuales.
El tema de la mentira es central. En el “Yo, asesino”, por ejemplo, aunque el protagonista puede resultar un tanto cruel y moralmente reprochable, pues se dedica a matar como una forma de expresión artística y esto puede resultar cínico, sin embargo, él lo hace buscando una autenticidad, casi radicalidad artística. Se podría decir que su afán por encontrar el núcleo de la creación artística le llevaba a superar algunos prejuicios morales, como por ejemplo el respeto a la vida de los demás.
En el “Yo, loco” el dilema fundamental del protagonista es que se arrepiente de una trayectoria profesional en la que se ha dedicado a engañar para favorecer los negocios de las grandes industrias farmacéuticas y se decide a contar la verdad, en este caso las manipulaciones de marketing de un importante laboratorio farmacéutico. De estos dos primeros protagonistas podríamos decir que se trata de dos personajes que, en ese equilibro entre la verdad y la mentira, acaban decantándose por la verdad. El tercer protagonista, sin embargo, no solo se encuentra muy a gusto en el mundo de la mentira, sino que lo justifica como la única manera de relacionarnos y sobre todo la única manera en la que el poder puede relacionarse con los ciudadanos. Otros elementos de cohesión son la presencia del paisaje vitoriano, ciudad donde yo vivo. Y, sobre todo, el hecho de que todos los libros abordan algunas de las imposturas más presentes de la sociedad actual: la impostura artística e intelectual en el mundo de la creación y en el mundo universitario, en el “Yo, asesino”; la de las grandes corporaciones farmacéuticas y las repercusiones que sus decisiones tienen, de manera muy directa, en nuestra salud, como en el caso de las psicofarmacéuticas en el “Yo, loco”; y finalmente, en el “Yo, mentiroso”, la impostura política, en complicidad con los medios, que es la salsa global en la que todos nos cocemos.
— En “Yo, mentiroso” desglosas los mecanismos de la mentira, si existe mentira, ¿existe también la verdad?
— Es una buena pregunta. Me he estado documentando sobre el tema de la mentira, porque es un tema que nos ha preocupado desde los principios de la historia. La confianza en los demás, por ejemplo. Antropológicamente hablando es interesante que las distintas maneras que tenemos de saludarnos son formas de asegurarnos que el otro viene con buenas intenciones, que no tiene ningún arma oculta. Estrechar la mano o abrirla, según el saludo, son formas de decir; vengo desarmado, ten confianza en mí, no te espera ninguna traición. Esa necesidad de conocer las auténticas intenciones del otro, de que sus palabras y sus gestos coincidan con sus intenciones, es decir, la posibilidad de verificar la bondad del otro, es un elemento que ha sido de primordial importancia. ¿Hasta qué punto la practicamos?, ¿hasta qué punto, incluso cuando creemos decirnos en nuestra más íntima intimidad la verdad o nos ponernos delante del espejo para hacer nuestro ajuste de cuentas, no nos engañamos a nosotros mismos?. La verdad sería casi más una especie de utopía a perseguir que una realidad práctica y practicable en nuestra vida cotidiana.
De todas formas hay que distinguir entre las mentiras piadosas, necesarias para socializar y la mentira que de manera deliberada, de manera premeditada, con estrategias cuidadosamente preparadas se construyen para un beneficio propio o para la destrucción del otro o la producción de daño. Yo creo que es ahí donde se encuentra la frontera de la mentira destructiva, no de las relaciones sociales sino también destructivas de nuestra capacidad de discernimiento, de nuestro criterio, de nuestro conocimiento del mundo. Nos engaña y nos despista. De hecho yo creo que una de las profesiones del futuro van a ser la de los filtradores de noticias para decirnos o determinarnos de qué información nos podemos fiar porque tiene visos de veracidad y qué información tiene pinta de estar construida para modificar nuestra visión del mundo, y en ese sentido cambiar nuestras relaciones con nosotros mismos y con el mundo.
— ¿No ves aquí un peligro? ¿Quién podría estar en posesión de un criterio absoluto para decidir unilateralmente que debemos creer y que no?
—Es el problema que se plantea ya en el libro: ¿quién vigila al vigilante? ¿y al vigilante del vigilante?….Yo creo que una de las armas que nos puede defender mejor contra esta sociedad que tiende cada vez más a confundirnos, embaucarnos o directamente a manipularnos, es saber agudizar nuestro criterio. Y el criterio personal solamente se agudiza con la información, con la reflexión, con la lectura, con el pensamiento, con la confrontación del pensamiento con el de otros pensadores. Curiosamente esto coincide con un momento en el que en nuestra formación institucional se da cada vez más peso a las disciplinas que podríamos considerar funcionales, económicamente y profesionalmente, a costa de aquellas disciplinas que podríamos considerar más especulativas como la filosofía, la literatura o la historia. Precisamente esas disciplinas que te permitirían conocer mejor el comportamiento de los seres humanos y guiarte se desvalorizan. El desguace de estas disciplinas en lugar de fortalecernos nos hace más frágiles. Tenemos que permanecer muy vigilantes para que no nos arrebaten esta arma, la capacidad crítica.
— Nietschze decía que “no mataremos a nuestros dioses, mientras sigamos creyendo en la gramática”, ¿qué relación dirías que existe entre lenguaje y mentira?
— Se han sofisticado mucho todas las técnicas del engaño y de la mentira. El protagonista de “Yo, mentiroso” y el foco de toda esa historia se centra en esos que hemos dado en llamar los spindoctors, esos personajes que están en el segundo plano de la política, esa legión de asesores, consejeros, coaches, ingenieros del léxico y malabaristas del lenguaje en todos sus aspectos. Asesores de imagen, que te dicen cómo tienes que mirar a la cámara, cómo tienes que expresarte, cómo tienes que vestirte, que te dicen cómo controlar tu lenguaje corporal…Son técnicos especialistas en comunicación y en ese sentido el lenguaje tiene un papel decisivo. Pensemos en todas esas perversiones léxicas como, por ejemplo, crecimiento negativo, que se puso en circulación durante la crisis para decir que nos estábamos hundiendo. Se trata de presentar con una sonoridad positiva algo que tiene un significado negativo. Ahora hemos dado el paso a eso que se llaman los hechos alternativos…A la hora de la transmitir la información importa más el impacto que la verificación. Decirla muy gorda hace que la repercusión que tiene en nuestro cerebro el impacto sea tan fuerte que ya no quede espacio para la verosimilitud o las posibilidades de contrastar.
— ¿Y tú crees que los humanos queremos verdades?
— Esa es una pregunta sobre la que se ha discurrido mucho en filosofía. De hecho el libro de “Yo, mentiroso” arranca con una cita de Maquiavelo que hace ya más de 500 años hablaba de la facilidad que va a encontrar siempre el príncipe, es decir, el gobernante, a la hora de ser creído. Y es que los seres humanos estamos deseosos de ser engañados y, en ese sentido, una de las cosas en las que se insiste es que preferimos lo que resulta consolador que lo que resulta revelador. Algo que te acaricie un poco la autoestima es mucho más favorablemente acogido y lo aceptaremos antes como cierto que algo que resulte decepcionante o desconsolador. Proust, como muchos antes, decía que la verdad era siempre forzosamente decepcionante, pues suele consistir en la destrucción de una bella historia. Un análisis minucioso, despiadado de los discursos consoladores acaba con ellos.
En este sentido nosotros somos nuestros principales enemigos a la hora de defendernos de la manipulación, pues si nos están diciendo que somos estupendos, que España tiene la mejor seguridad social, que nuestro sistema de justicia es extraordinario, que somos uno de los países modélicos del mundo….pues nos hace como cosquillitas por dentro. Sin embargo basta una confrontación con la realidad para darte cuenta de que nada de esto se sostiene. Lo mismo sucede con la historia. En el franquismo se nos contaba que nuestro pasado está lleno de triunfos… Todos estos discursos patrióticos no resisten la más mínima confrontación. Tenemos en realidad una historia bastante penosa y en algunos casos bastante vergonzosa. Hay que saber afrontar todo esto, tener mucho espíritu autocrítico, saber navegar en esas aguas de la decepción para mantenerte atento. Paul Valery, con el que me identifico y que se calificaba como anarquista como yo, consideraba el anarquismo como una resistencia inquebrantable contra lo inverificable. Y, aun cuando no resulte alegre ni exultante, hay en el descubrimiento de la verdad un cierto placer que es la complacencia del propio intelecto. Hay un placer en el desvelamiento de la verdad.
—Kurt Tucholski, un escritor alemán, decía que el pueblo piensa mal, pero siente bien. Puede que tengamos algún tipo de mecanismo inconsciente que percibe la verdad, por mucho que intentemos autoengañarnos. Igual esto se relaciona con el hecho curioso de que veamos las cosas tan claras en la ficción y nos cueste tanto identificarlas en la vida real.
—Sí. En el SXVIII, que es el Siglo de las Luces, se planteaba la pregunta de si podemos admitir la ficción teniendo en cuenta de que es un engaño, una construcción inventada por un escritor, un autor de cómic, director de cine etc… Pero ya en la antigüedad se utilizaban las parábolas o los mitos para transmitir historias que contenían verdades. Eso que llamamos sabiduría popular está lleno de sentencias, de refranes, que nos enseña por ejemplo hasta qué punto las apariencias engañan, que nos enseñan que hay que ser precavidos, no creernos todos a la primera, darle siete vueltas a la palabra antes de pronunciarla. Todo esto nos hace tomar conciencia de hasta qué punto la vida está llena de trampas. Lo que pasa es que nos resulta más cómodo y más confortable evadirnos de esta especie de conciencia profunda. Para hacer la vida más soportable, de manera casi consciente nos autoengañamos y olvidamos. Incluso se tiende a identificar la felicidad con el olvido. Nos damos treguas de esa contemplación que puede llegar a ser tan dolorosa autonconvenciéndome de que todo el mundo lo hace todo por mi bien.
—Te expones mucho en tus libros, ¿no te da miedo la censura?
—Esta es una cuestión que se nos ha olvidado pero la historia de la ciencia, de la filosofía, en definitiva de los buscadores de verdades, tanto científicas como psicológicas, ha encontrado muchos obstáculos y está llena de nombres que han sufrido procesos, censuras o que incluso han sido ejecutados por defender lo que ellos consideraban que era la verdad, o por denunciar y señalar ciertos comportamientos o formas de censura. Es lo que antaño se llamaba el compromiso del creador, que asume sobre sus espaldas la obligación de actuar con sinceridad con un porcentaje, a veces elevado, de riesgo. Yo no creo que mi riesgo sea tan elevado como el de algunos nombres históricos. Por ejemplo Oscar Wilde, que por su estilo de vida, sus palabras, sus pensamientos sufrió una gran persecución y un gran descrédito hasta el punto de verse exiliado socialmente. O Baudelaire, que al publicar “Las flores del mal” se vio enfrentado a un juicio y se le intentó censurar. La lista de ejemplos sería interminable.
No me quiero comparar con ellos ya que yo creo que vivimos en un sistema que puede permitirse el lujo de consentir ciertos ataques, ciertas críticas. El propio sistema se encarga de que esas denuncias, que podrían resultar convincentes, no comprometan un sistema que por otra parte está firmemente instalado. Yo diría incluso que esta especie de resquicios por los que nos dejan protestar, criticar, denunciar tienen su propio circuito, de modo de que al final, aunque nos convenzan, en la vida práctica no tenemos más remedio que seguir actuando de la misma manera y seguir aceptando esas situaciones.
Yo estoy comprometido con cierta sinceridad en lo que hago, intento aprovechar el hecho de que gozamos de cierta libertad de expresión, en un sistema que tiene fórmulas muy sólidas de perpetuación. Igual sí que me arriesgo más que otros autores que a mí me resultan demasiado complacientes. El cómic siempre ha sido un lugar de denuncia, pero me da la impresión de que nos hemos dulcificado, nos han domesticado y, en general, el discurso que viene de ciertos sectores que nos tenían acostumbrados a ser mucho más despiadados y mucho más críticos con el sistema se están ablandando un poco. Quizás por ello destaca más cuando alguien denuncia con cierto descaro.
—He disfrutado muchísimo los tres libros, pero he de decir que el personaje de “Yo, loco” me toca muy de cerca. Yo empecé mi carrera laboral colaborando en un estudio de un medicamento antiepiléptico financiado por una farmacéutica, Jansen-Cilag (por cierto este medicamento tenía más efectos secundarios que terapéuticos y sin embargo ahí sigue). Durante quince años trabajé en hospitales neurológicos y psiquiátricos y vi cosas similares a las que describes en el cómic y que hicieron que finalmente cambiase de trabajo. Para procesar mi experiencia escribí, junto al pintor Roberto Calvo, un cómic que trata también la impostura y los puntos ciegos de la psiquiatría actual. ¿Por qué te interesa el tema de la locura y de las farmacéuticas?
—El tema de la locura siempre me ha interesado porque linda con el tema de la creación. El creador es una figura que precisa tomar una cierta perspectiva y esa misma perspectiva lleva a que estos creadores sean considerados asociales, perturbados o al menos gente extraña. Hablaba antes de Baudelaire, un autor que siempre ha sido referencia para mí, en “Las flores del mal” presenta al poeta como ese ser al que ya su madre, cuando lo echa al mundo, considera un monstruo, un ser maldito. Este malditismo que Baudelaire reivindica, esa distancia, esa perspectiva con el mundo, es la que le permite ser crítico. En francés hay una expresión que se refiere al mundo de la imaginación “la loca del apartamento”, la loca que no se atiene a una racionalidad normalizada. Me interesa, por un lado, esa vinculación entre lo creativo y lo loco/patológico, ese límite de la peculiaridad. Quizás es porque yo siempre he sido hijo único, nunca he sido excesivamente sociable, he vivido un poco al margen de modas, he tenido algunos amigos, muy cómplices y he sentido a veces que esa peculiaridad de carácter progresivamente se iba entendiendo como una anomalía: eras muy maniático, eras muy peculiar….siempre flotaba sobre mí esa nube de lo extraño, de la persona un poco a parte.
Eso se fusionó con la denuncia que quería hacer de la importancia que están adquiriendo en la sociedad las grandes corporaciones farmacéuticas. Ahora sabemos que grandes empresas como Google, Facebook o Amazon tienen sin duda mayor capacidad de decisión y mayor influencia que los propios gobiernos ya que manejan resortes, tanto informativos como logísticos, condicionantes de nuestra relación con el entorno y que son extraordinariamente decisivos. A la hora de escoger un tipo de corporación me parecieron interesantes las farmacéuticas, conocidas por ser un sector muy opaco, con muy poca transparencia con respecto a lo que se supone que es su misión. Pensé que se podían mezclar bien estas dos problemáticas. Por una parte el sentimiento de la diferencia y de la peculiaridad personal y, por otro, los intereses de las grandes corporaciones farmacéuticas. En concreto, en este terreno de los psicofármacos, yo creo que se están disparando de manera excesiva los perfiles patologizantes de los comportamientos. Teniendo en cuenta que las farmacéuticas ponen en la balanza por un lado los beneficios y por otro la salud física o mental de las personas, a mí me da la impresión de que muchas veces lo que gana la apuesta es el beneficio económico, aún a costa de la salud. Me estuve documentando intensamente sobre las diferentes cuestiones como por ejemplo, cuáles eran los principios activos de la mayor parte de los psicofármacos o cómo se construyen los índices o los diccionarios de las patologías, tanto los manuales de psiquiatría como las listas de enfermedades de la OMS u otros organismos internacionales, esos que pretenden establecer la línea que separa la normalidad de la patología.
—En tu libro la enfermedad mental aparece como una construcción utilitarista de la sección de marketing de las empresas farmacéuticas, ¿qué es para ti la locura?
—A lo largo de la historia y en las distintas culturas ha variado mucho la consideración que se ha tenido de los locos o de las personas que no se atienen a comportamientos convencionales. Yo reconozco y admito que hay trastornos mentales. Mi padre, como sabes, se suicidó como consecuencia de una depresión severa. Aunque esto también me plantea cuestiones. A veces, cuando hablaba con él intentando animarle, sacarle de sus reflexiones tan pesimistas, me resultaba imposible porque yo mismo pensaba: ¡si es que este hombre no es que esté deprimido, no es que esté mal, es que es extaordinariamente lúcido! La depresión, sobre todo una depresión que no provenía de un trauma, de un hecho concreto como un duelo, una pérdida, una depresión que era ya endógena y estructural, llevaba a mi padre a hacer unos análisis despiadados tanto de su propia existencia, como del entorno, y a veces te dabas cuenta de que esto era un resplandor de lucidez a veces insoportable. Eran reflexiones insoportables sobre el mundo y extraordinariamente dolorosas, sobre todo si es percibida con intensidad, como lo es por parte de los depresivos.
Ahora bien, yo creo que hay algún tipo de trastornos, como por ejemplo las esquizofrenias, que habría que distinguir de lo que son por ejemplo dependencias o adicciones. Al fin y al cabo una dependencia no es más que una adicción que se enquista y que en realidad para tratarla no haría falta un medicamento químico, sino unos cambios de hábitos. Hablando con profesionales que son críticos con las pautas convencionales de los tratamientos psiquiátricos, te hablan de su relatividad. Se trata de medicamentos que resultan más paliativos que curativos, no van a la raíz, no solucionan el problema y lo peor de todo es que con este tipo de medicamentos se financia ese gran negocio que es el de las corporaciones farmacéuticas, al tener atrapado al consumidor.
— Ivan Illich, un filósofo austriaco, decía que todas las instituciones acaban pervirtiéndose. Él abogaba por su abolición, empezando por la primera, el colegio. Fundó un instituto de investigación y lo acabó disolviendo para evitar lo inevitable (la corrupción, perversión de los fines, etc.) ¿Cuál fue la primera institución que te decepcionó?
La primera institución que me decepcionó sin lugar a dudas fue la iglesia. Como cuento en “El ala rota”, mi madre era muy religiosa, de hecho yo creo que la iglesia ha tenido en el público femenino las devotas más incondicionales. Seguramente por la existencia a la que han estado condenadas generaciones de mujeres, incluso en la época actual. La iglesia es una institución machista, ya de entrada se trata de ser ministra de Dios. Pero al mismo tiempo que da el veneno proporciona el antídoto para poder sobrellevarlo porque es consoladora. Vienes a un valle de lágrimas, vas a tener que sufrir humillaciones, obedecer… Pero no te preocupes que hay otra vida que te compensará de todas estas frustraciones. También se fetichiza la maternidad en la figura de la virgen María.
Yo me eduqué con un padre ateo, anarquista, anticlerical y una madre devota, de misa diaria. Creo que fue a partir de los 13 o 14 años cuando le dije a mi madre que dejaba de ir a la iglesia. Había una incompatibilidad entre el mensaje de la iglesia y mis vivencias personales. También me influyeron algunos amigos de mi padre que no se cortaban lo más mínimo a la hora de poner de manifiesto las contradicciones de esta institución. Creo que fue en el paso a la adolescencia, cuando ya la carga hormonal está diciendo que todas esas sensaciones que están tachadas como pecaminosas por parte de la iglesia no pueden ser malas, en primer lugar porque son muy placenteras y en segundo porque te desbordan por todos los lados.
Luego también acabé muy decepcionado de la institución universitaria. Ya he dicho que yo me declaro anarquista. Las distintas instituciones políticas me han decepcionado de manera sistemática. Lo que comentabas de Ivan Illich, que toda institución termina corrompiéndose, es precisamente uno de los principios básicos del anarquismo, los medios acaban al final sustituyendo a los fines, lo cual es la prostitución misma del objetivo inicial. Así que efectivamente, las instituciones hay que crearlas para destruirlas luego o al menos marcharse de ellas.
— ¿Y tú crees que el arte es una forma de hacer justicia para el individuo?
— En cualquier caso justifica, o por lo menos a mí me justifica. Yo tengo la sensación de vivir en un mundo que es intrínseca y estructuralmente injusto y donde a menudo esas injusticias se justifican de manera extraordinariamente burda. No soy un escéptico total, de esos que consideran que el arte no puede cambiar el mundo, que se ha convertido en una especie de adorno, a veces un poquitín molesto, pero que nuestra sociedad puede aguantar sin estremecerse. Pienso que hay algunas obras que, si no cambian el mundo, sí que al menos comprometen nuestras personalidades, nos llevan a pensar, nos llevan a cuestionarnos ciertas cosas. No sé si con lo que escribo persigo que las personas sean más justas, pero yo sí que encuentro una especie de justificación, yo diría que incluso de pacificación intelectual cuando realizo esta denuncia.
Un caso extremo fue “El arte de volar”, que fue un libro casi catártico. En él cuento lo que fue la relación con mi padre y todo el sufrimiento que me había provocado su suicidio. Esta trilogía de la que estamos hablando puede parecer menos autobiográfica, puedo parecer menos comprometida, pero no, es el mundo universitario, es el mundo del arte, es el mundo de la política en el que vivimos cotidianamente. A mí oír ciertas noticias, ciertas declaraciones y no te digo nada la aprobación de ciertas leyes o la aplicación de ciertos compromisos me enfada muchísimo. Entonces el denunciarlo no sé si justifica mi existencia, pero me apacigua un poco, siempre dentro de un grado de indignación con el que he aprendido a convivir y que espero mantener toda la vida. Yo con los años tengo la impresión de que no me dulcifico sino que me radicalizo.
— ¿Por qué la infracción es tan importante en el arte y esta tan perseguida en la realidad?
— Sobre la función de la obra de arte se ha debatido mucho. Se cuestiona hasta qué punto la creación artística puede ser una celebración de la vida y del mundo. Yo tiendo más bien a pensar, como decía por ejemplo André Guide, que no se hace buena literatura con buenos sentimientos. Para que la obra de arte tenga una capacidad de impacto tiene que tener un punto de cuestionamiento o, al menos, de inesperado. Si una obra de arte lo único que hace es confirmar expectativas, mantenerte en una especie de burbuja de conformismo, entonces creo que no es tanto creación artística como un prospecto para hacerlo todo más asequible, más digerible. Una especie de evasión. Quizás vengo muy condicionado con los movimientos que fundaron la modernidad y que eran infractores o provocadores, buscando ser una especie de revulsivo que provocase la indignación social. Yo creo que el arte debe contener un punto importante de infracción. No debe ser traquilizador, más bien puede resultar inquietante o desestabilizador. Conseguir hacerte salir otro del que ha entrado, aunque la variación sea mínima, eso es lo que justifica la creación artística. Y es lo que creo que desgraciadamente lo hemos olvidado. Hoy tendemos a identificar el arte con un entretenimiento que nos ayuda a evadirnos de una realidad que puede resultar incómoda y que incluso nos conforta en nuestras creencias más cómodas. Esto es una creación artística muy soft.
— Es lo que decías antes, que si te dejas tocar por la experiencia estética, entonces te comprometes, pero esto tiene una repercusión distinta en la vida de lo que puede tenerla en el plano estético. Son dos procesos distintos, en la vida te enfrentas directamente a situaciones que requieren que te pronuncies y que tienen consecuencias.
— Claro, son dos procesos distintos, en cierta medida y sobre todo si te lo planteas como yo me lo intento plantear, con un mínimo de honestidad. Y si bien es cierto que una cosa es escribirlo, contarlo, y otra cosa distinta es hacerlo, los vasos comunicantes entre lo uno y lo otro, el pensamiento y la acción, yo creo que funcionan. Si cuento estas cosas es porque las pienso, y si intento publicarlas y encontrar una audiencia que se identifique y las reconozca como propias, es en la medida en que intento que eso que es especulación se convierta en hecho, acontecimiento, aunque sea la lectura de un libro, la contemplación de un cuadro, es decir, la experiencia estética.
— El poder mueve a muchos de los personajes de tu trilogía, ¿cuál crees que es el objetivo del poder?
— Efectivamente el poder es una de las semillas básicas de los tres libros. En el “Yo, asesino” las rivalidades que existen dentro del ámbito universitario y son rivalidades que están sustentadas en el poder. Además, cuando yo hablo del poder, no me refiero solo al poder más institucionalizado, sino también a las formas más capilares en las que se manifiesta como, por ejemplo, en las relaciones personales, que pueden ser de sumisión y de poder. Yo creo que tenemos que educar nuestra propia ética y manera de actuar para evitar que nuestra presencia no constituya per se una forma de condicionamiento o de imposición. Es una cuestión muy difícil porque ya el simple hecho de coexistir plantea un intercambio que fácilmente puede ser un duelo de posiciones que acaba instaurando relaciones de poder. Yo considero que, si tenemos algún patrimonio en este mundo, sería algo tan difícil como cuestionar nuestras propias pulsiones personales, que vienen tan condicionadas desde nuestra infancia. Nuestros padres y nuestras familias las han estado condicionando. Si algún sentido tiene nuestra existencia es descubrir nuestro ser profundo, hacer que nuestras pulsiones más auténticas, si es que hay algo de pulsión auténtica, puedan encontrar una salida, una manifestación con las menores interferencias posibles. Por eso el poder es siempre algo a señalar, a subrayar y a combatir. Si conseguimos llegar a ser lo que realmente somos, a expresar el potencial que llevamos dentro, siempre va a ser en una lucha constante contra imposiciones, a veces muy sutiles y a veces muy descaradas. El combate contra el poder es esencial para la constitución de nuestra persona.
—Así lo veo yo también. Ya el niño pequeño, cuando empieza a ser consciente de su existencia, siente el impulso de decir que no. A menudo se trata de aprender a decir que no. Decir que no es una forma de luchar contra el poder.
—Así es, se puede resumir así. Es una manera de negarte, de no asumir, a veces resulta muy difícil no solo reunir la fuerza de decir que no, sino de darte cuenta de que no quieres algo. Venimos tan condicionados desde la infancia que nos cuesta discernir que eso que estamos siendo no tiene nada que ver con nosotros sino con una convención externa, con una obligación que nos han hecho percibir como normal y entonces decimos: ¿pero qué estoy haciendo yo aquí?, si esto no responde a mis deseos. Entonces hay que saber decir no, saber marcharse, saber romper, aprender toda una serie de técnicas de ruptura y de disenso, simplemente para poder ser.
—Tus libros no son muy optimistas, no acaban bien, ¿crees que es inútil rebelarse?
—No. Es verdad que mis libros no acaban bien. De hecho es un reproche que a veces me han hecho. Y me han dicho que haga algo más alegre, menos oscuro, que deje alguna salida. Pero no sé si por generación, y también por la influencia de los amigos anarquistas de mi padre, creo que rebelarse es importante. Independientemente de las consecuencias.
Es cierto que puede resultar muy frustrante que todas tus denuncias resulten inútiles, pero yo creo que aunque no consigan, sí que consiguen. Yo diría que rebelarse es una especie de exigencia ética y personal. Cuando por las razones que sea me ha tocada tragar y aguantar una situación, lo he vivido muy mal, así que yo lo considero importante, aunque sea por mi equilibrio personal, aunque solo sea por ese derecho a la pataleta, con repercusiones y transformaciones limitadas en el entorno. No es solamente por lo bien que te quedas, es algo más profundo que un ajuste de cuentas personal, es tener al menos un equilibro de conciencia, poder decir: bueno, al menos estoy haciendo lo que yo creo que hay que hacer.
—Me parece muy importante lo que estás diciendo. Pienso que eso que describes está muy subestimado y que lo está por falta de experiencia, por no saber lo que se siente cuando se dice que no a un poder que quiere imponerse sobre uno. Cuando no se ha dado este paso, lo que se experimenta es el miedo a lo que sucedería si se osase hacerlo. Por el contrario, cuando lo has experimentado se refuerza el mecanismo, porque percibes eso que tú cuentas, que la transformación y la congruencia interior es igual o más importante que la exterior.
—Totalmente de acuerdo
—¿Crees que hay un progreso moral en el ser humano? ¿Somos cada vez mejores personas?
—No. Yo creo que no. Es una idea que está muy profundamente arraigada y que se establece a través de la modernidad. Durante mucho tiempo se consideró que la sabiduría, el bien, la belleza… estaban más en el pasado. De hecho hay muchos artistas, muchos creadores, que han planteado toda su obra como una imitación de los antiguos, intentando recuperar los cánones de personas que existieron antes que nosotros. Frente a esta actitud más clásica o conservadora, la modernidad instaura en el s. XIX una idea de progreso que no solamente afectaba al progreso técnico, sino que afirmaba que si somos más eficientes seremos más ricos y, si somos más ricos, seremos también más buenos. Y esa idea nos ha llevado a pensar que nosotros somos mejores que nuestros padres y que ellos eran mejores que nuestros abuelos y que nuestros hijos serán más buenos que nosotros… Es la idea del progreso continuado, que no solamente afecta a la esperanza de vida.
Y cuando se critica el progreso a menudo la gente responde diciendo ¿y qué quieres, volver a la edad media, a la caverna? Bueno, yo no estoy planteando una vuelta a la caverna, pero tengo muy serias dudas respecto a aquello que desde el libro de Lyotard “La condición posmoderna” se ha dado en llamar posmodernidad. Parece que nuestros niveles de exigencia con nosotros mismos, con nuestra moral, con nuestra ética se han distendido mucho. Diría que antes había una serie de valores que se consideraban importantes, como ser justo, estar comprometido, ser solidario y que estos se han diluido dejando que gane la partida el ser feliz y divertido, estar entretenido, por encima de cualquier otra cosa. Tendemos a suprimir de nuestro campo de visión todo lo que nos hace sentir incómodo. Yo creo que vivimos en una sociedad que intenta compensar con la corrección del lenguaje la falta de empatía real con los sentimientos de las personas.
Somos aparentemente muy correctos en las formas, pero absolutamente despiadados en las realidades. Nunca habíamos vivido tan blindados como ahora en nuestro mundo de privilegios. Las fronteras con otras sociedades que viven en mayores dificultades se fortalecen para que no puedan venir a incomodarnos o a hacer que toquemos a menos en el reparto. Tenemos miedo de que nos invadan y se queden con todo. Ahora somos tan injustos o más que antes, pero lo hacemos con un mayor cinismo, porque ahora ya no queremos saber. Ni siquiera queremos discutir sobre nuestra propia maldad, ni sobre la parte más oscura de nuestra condición, que siempre había sido un motivo de reflexión. Esa mirada hacia nuestras zonas oscuras, hacia nuestros comportamientos más inquietantes, nos resulta hoy excesivamente incómoda. Yo pienso que el invento de la anestesia estuvo muy bien desde el punto de vista médico, pero en la aplicación a nuestros comportamientos éticos, e incluso a nuestras situaciones psicológicas, tengo mis dudas. Hoy preferimos la anestesia, miramos para otro lado y…no me seas tóxico.
—Sí, y pareciera que la brecha entre la realidad y el lenguaje cada vez es más amplia. El lenguaje genera una realidad paralela que es más real que la realidad misma.
—Efectivamente, en este último libro (“Yo, mentiroso”) se ve clarísimamente que esa distancia, es la distancia en la que se está trabajando. De hecho, tenemos una sociedad que admite la primacía del relato sobre la realidad. Ya no importa tanto el porcentaje de coincidencia entre la realidad y el relato, establecer una convergencia entre lo que ocurre y lo que se representa que ocurre, eso ya lo hemos disociado por completo. Lo que importa es tener una dinámica discursiva autónoma, independientemente de lo que esté ocurriendo. Y vemos gente que está fanatizada, obsesionada con peligros inexistente, que se vende ya publicitariamente. Por ejemplo, el miedo al okupa, a que ocupen tu casa, que tiene una probabilidad de suceder mucho inferior a la de que te caiga un rayo.
—Aquí las nuevas tecnologías ayudan mucho a mostrar selectivamente lo que interesa.
—Si antes entendíamos como una buena comunicación, desde el punto de vista lingüístico, la correspondencia entre el significante, la palabra, y el referente, la cosa a la que nombra. Ahora esa coincidencia, se ha debilitado. Entonces el significante tiene que venir reforzado por otro significado más disruptivo, más impactante, aunque este alejado de la realidad. El lenguaje ha creado su propia dinámica y es el que se autoestimula, no tanto en función a la realidad, a la que debería estar nombrando, sino a su propio discurso. El discurso genera un nuevo discurso que va más allá, porque compite no tanto con los hechos, sino consigo mismo.
—Y la realidad percibida ya se está reduciendo a la que vemos a través de la pantalla. Pero la vida real sigue. Aunque no le prestemos atención.
—Y la cantidad de focos, de zonas oscuras que nos rodean en la realidad son inmensas. Estamos acostumbrados a vivir en esta especie de realidad virtual que nos muestra la pantalla, que además trucamos con todos esos sistemas de transformación digital. Ya ni siquiera una fotografía, que Ramón Gómez de la Serna consideraba en sus días como la verificación de la existencia, es válida, porque hemos aprendido a modificarla para “mejorarla”. Estamos en una dinámica evolutiva en la que ya es una representación la que exige nuevas representaciones en función de sí mismas.
—Has tocado en estos libros tantos temas existenciales. ¿Hay algún tema que te interese especialmente para próximas obras?
—Estoy ya trabajando en un nuevo proyecto, también un cómic, con un dibujante granadino que aprecio mucho como persona y como artista, se llama Sergio García. Una de las cosas que me interesan es precisamente este fuera de campo del que te hablaba arriba, en el que nos hemos instalado. Lo que está ocurriendo ahí donde las cámaras no enfocan. Yo te diría que la odisea, la gran odisea, si tomamos “La Odisea” como literatura fundacional de todo lo que es la literatura occidental, la odisea actual, es una odisea sistemáticamente ocultada, la de los refugiados. A veces consiguen llegar aquí después de haber pasado varios años circulando por espacios muy duros, tanto desde el punto de vista meteorológico como humano, sufriendo todo tipo de vejaciones, de violaciones. A menudo se trata de dos o tres años de viaje, en los que están sometidos a todo tipo de peligros; ahí está su canto de las sirenas y todos los peligros que acechan en el viaje, distraen e impiden acceder a ese espacio soñado que es la Ítaca, el lugar donde se encuentra la felicidad, la estabilidad. Eso lo viven personajes anónimos que no conocemos. Y muchos perecen en el viaje. El punto de partida va a ser en el corazón, mismo, de las tinieblas, en el Congo, la República Democrática del Congo, con la peripecia de un joven explotado en minas de coltán, que luego pasa por ser niño soldado y que consigue escapar de este destino e inicia una peripecia, un intento de llegar a ese lugar donde el sueña que va a tener posibilidades de desarrollo personal, social…: Europa. Esa odisea constante, fundamental, la más representativa de nuestro tiempo, y la más ignorada, es la que voy a contar.
—Antonio, muchísimas gracias por esta increíble charla.
Georgia Ribes Zankl
Psicologa clínica y autora
Berlin- Neukoelln
georgiaribes@yahoo.de
Blog: https://www.psychologischepraxisneukoelln.de/español/psicoblog/
Web: www.psychologischepraxisneukoelln.de
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