
©Altarriba Albajar
Lewis Carroll, fotógrafo muy apreciable, creó con Alicia uno de los personajes que mejor refleja nuestra manera de hacer fotos. En este texto intento explicarlo
La cámara está ahí, negra y brillante, tentadora como un ataúd. En cuanto la ve, Alicia queda fascinada por sus oscuros destellos. Curiosa, se acerca a la lente y escudriña los reflejos de ese enorme ojo de cristal. Sin que se dé cuenta, la máquina enfoca su silueta y, de un guiño, se la traga. En un abrir y cerrar de diafragma (¡click!) la niña se precipita hacia el fondo de la cámara. Alicia no sabe cuánto dura la caída (el tiempo ya no cuenta para ella) pero, tras disfrutar de una gozosa ingravidez, acaba estrellándose contra la película. En el choque pierde la movilidad y buena parte de los colores. Sin embargo, a pesar de la pálida parálisis que le afecta, Alicia no está muerta. Algo de ella sobrevive… la sombra de su alma… su negativo…
El revelado reconstruye su imagen. Pero esa no es Alicia. Esa figura plana, fijada en un gesto definitivo, tan sólo es una fotografía. Para recuperar su afición al juego y a la fantasía hace falta maquillarle el paisaje, cambiarle el entorno, proporcionarle un territorio insólito… Sólo en un espacio alejado de la realidad revive una parte de su espíritu original. Sigue tratándose de una fotografía, estática y plana, pero Alicia recobra el destello rubio de su cabellera y la profundidad azul de su mirada. Sólo la manipulación fotográfica permite que, de vez en cuando, se produzca alguna maravilla en el país de las Alicias.