Antonio Altarriba

ACOSTADO

Sueño profundo©AltarribaAlbajar

Para Camilo Aguado la hora de acostarse era la mejor del día. La esperaba con impaciencia, la planeaba con esmero y, en cuanto caía la tarde, arrastrado por una hipnótica atracción, ya casi sonámbulo, se entregaba a ella con entusiasmo. Cambiaba las sábanas, elegía el tamaño de la almohada, decidía si se pondría pijama o se quedaría desnudo y hasta calculaba el mejor momento para ir a la cama. Cada día es distinto, más largo o más corto según las estaciones, más frío o más cálido según la climatología, más llevadero o más agotador según la forma física, el estado de ánimo o las circunstancias… Así que no podía enfrentarse a la noche con una única actitud y pertrechado siempre con los mismos utensilios. No entendía que el resto de los mortales tomara con tanta frivolidad ese tránsito decisivo entre la actividad y el reposo. Vivir como rutina lo que supone un auténtico cambio de estado se le antojaba la prueba palpable del embrutecimiento de la especie. Al fin y al cabo y por muy cotidianamente que nos ocurra, el letargo supone algo semejante a pasar de sólido a líquido. Pasamos de la conciencia a la inconsciencia, del acecho a la vulnerabilidad, de lo lógico a lo simbólico, de la gravedad del ser a la ingravidez del dejar de ser… Pero, aún resultando fascinante la entrada en un mundo propio y al mismo tiempo extraño, lo que atraía a Camilo era la posibilidad de cortar con la vida y, con un sencillo pero hermético cierre de párpados, dar un portazo a la realidad. Se hallaba tan necesitado de evasión, aborrecía tanto su existencia que pasaba la noche durmiendo para soñar y el día soñando con dormir.

Camilo entendía el trascendental “acto de conciliación” –la música se interpreta, el teatro se representa y el sueño se concilia- en su sentido más etimológico. Para él acostarse consistía en tenderse en la costa, tumbarse a la orilla de mar, acurrucarse en la arena, dejarse mecer por las olas y esperar que la irresistible marea del sopor lo arrastrara a alta mar para allí sumirse lentamente en las profundidades del sueño. Y no se trataba de una metáfora o de una reconstrucción poética. Camilo lo vivía realmente así y, cuando se metía en la cama sentía la playa del colchón raspándole por la piel y el olor a salitre penetrando en los pulmones y la espuma infiltrándose por el pelo y la resaca tirando de su cuerpo y llevándoselo hacia el horizonte. Pero lo mejor tardaba unos minutos en llegar. Tras vanos intentos de prolongar el placentero momento de la duermevela, todavía consciente pero ya en caída libre hacia la pérdida de sentido, se hundía en la onda, percibía el progresivo oscurecimiento del agua, notaba la caricia de las algas por sus piernas, la presión creciente del océano sobre su pecho y el burbujeo de sus últimas bocanadas de oxígeno. Luego, por fin, llegaban la oscuridad y el olvido. Y Camilo ya podía nadar por sus sueños o ahogarse en sus pesadillas.

Esta asociación entre el sueño y el naufragio debió de forjarse en su infancia. Desde luego él siempre se recuerda yéndose a dormir como quien va a pasar un día o, mejor, una noche de playa. Puede que las frecuentes discusiones entre sus padres, de las que guarda un nebuloso recuerdo, le llevaran a buscar en el sueño un azul reducto de paz. Cuando su padre se fue de casa y las broncas conyugales fueron sustituidas por los jadeantes jolgorios de los amantes maternos, el mar se le hizo aún más grande. La vida laboral, lejos de mantenerle atracado en tierra, reforzó su afición marinera. No sólo aborrecía su trabajo, sino que sufría con acuciante angustia las presiones de los jefes y las bromas de los compañeros. Por si fuera poco, las tareas que desempeñaba en aquella asesoría financiera suponían una invitación para persistir y, a ser posible, ampliar sus derivas nocturnas. Canalizaba recursos, reflotaba empresas, hundía economías… De una manera o de otra no salía del agua. Camilo había llegado a la conclusión de que su querencia oceánica tenía un origen genético o, al menos, un carácter fatídico. Si no ¿por qué llevaba ese apellido que le condenaba a la liquidez, quizá a la liquidación? 

Estaba convencido de que, a fuerza de zambullirse en el sueño, acabaría rompiendo amarras con el mundo, zarpando hacia la noche definitiva. Lo cual no supondría su muerte sino, al igual que los mamíferos marinos, el comienzo de una nueva fase evolutiva, liberada de lastres y probablemente feliz. Por eso le costaba tanto despertar, comprobar que la inmersión nocturna había sido pasajera, tal vez ilusoria, y encontrarse de nuevo varado en los bajíos de las esclavitudes cotidianas. Se extraía penosamente de las sábanas y se incorporaba, un día más, a la gran apnea de la supervivencia. Por eso no entendía que las zozobras existenciales fueran, para muchos, motivo de insomnio. Esos alérgicos al descanso, marinos de agua dulce o plañideros de secano como Camilo los llamaba, desconocían el verdadero dolor del ser. De hecho, no dormían porque estaban demasiado apegados a este mundo y no se atrevían a embarcar hacia otro más hermoso, pero más difícil de controlar. Por mucho que dijeran, cuanto más dura es la vida, más dulce se hace el sueño. Para ellos, escépticos de pacotilla y amargados de pose, la vida era sueño, para él, el sueño era vida.

Camilo nunca pudo imaginar que sus sueños estaban a punto de hacerse realidad o, en este caso, que su realidad estaba a punto de hacerse sueño. Para partir definitivamente hacia las simas deseadas sólo le faltaba acumular un poco más de desgracia. Y se la proporcionó Clara Torrent, una compañera de trabajo por la que, desde hacía meses, sentía una inexplicable pero irresistible atracción. Cuando, tras vencer la timidez, se atrevió a pedirle una cita y ella le rechazó más divertida por su torpeza que conmovida por sus sentimientos, supo que era hora de ir a dormir. Y lo hizo con total abandono, casi con desesperación. Se reprochó su estupidez. Tenía que haber previsto que el torrente de Clara, superficial y precipitado, no convenía a su necesidad de calma abisal. Fueron sus últimos pensamientos. Cayó a plomo en el sueño y notó con delicias cómo se hundía hasta fondos nunca alcanzados. A la mañana siguiente ni se despertó ni se levantó. Cuando los rayos del amanecer iluminaron la cama, un batir de olas recorrió las sábanas seguido de un alegre chapoteo. Camilo, totalmente cetáceo, dormido para siempre, había desaparecido.